Cualquier viaje tiene al menos dos tipos de comienzos y dos
tipos de finales. Uno es de carácter físico y otro de tipo mental. Si la
segunda fórmula dura más que la primera, será señal inequívoca de que el
resultado ha sido positivo, o al menos desequilibrado en favor de los
sentimientos y de los recuerdos. A veces no es ni siquiera necesario levantarse
del sillón para viajar a cualquier lugar con la imaginación.
Esta vez había recorrido varios miles de kilómetros surcando
mares y cielos, había retrocedido en el tiempo hasta los momentos en los que
todo se cubre de bruma y de misterio. Ahora tocaba volver a la medida biológica
y de calendario.
La mañana apareció gris en el cielo de Atenas. Los equipajes
estaban preparados y apenas quedaba tiempo para un último paseo por las
desiguales aceras, mezcla de paseantes, de coches alborotados y de plantas
invadiendo gozosamente los espacios. Hasta un hermoso mercado, con sabrosos
productos mediterráneos nos llenó los ojos y las ganas de saborearlos. Pero
había que medir los trayectos y llegar con tiempo al aeropuerto.
A medida que íbamos dejando atrás el centro de Atenas,
volvíamos a ver, a los lados de la carretera, industrias ajadas, muchas de
ellas relacionadas con el mar y los barcos, y algunos cultivos desiguales. La
esencia de la cultura y de los mitos iba quedando atrás y se iba desdibujando.
Ahora ya las conversaciones volvían a tomar tierra y a rebajarse a los niveles
cotidianos y mostrencos, las colas y las faltas de educación volvían a renacer
y los pequeños egoísmos tomaban cuerpo entre los pasajeros.
Un aeropuerto es un cruce de personas de todo tipo y
condición. Lo mejor es sentarse y observar. Hay como un cruce de caminos que
lleva a todas partes y que se evapora por los pasillos y por las esquinas. Si
el aeropuerto es internacional, todo se hace más notable.
El avión despegó con muy poco retraso. Desde una de sus
ventanillas contemplé cómo todo se iba quedando allá en el suelo. Toda la bahía
de Atenas, las islas, el mar Egeo… Todo. Este cielo no era el cielo del Olimpo,
aquí los dioses eran los motores, que transportan pasajeros hacia occidente,
por los cielos del Adriático, por encima de Italia y camino de las Baleares y
la Península Ibérica. Por un momento, todo volvió a concentrarse en mi imaginación:
la Grecia oriental y sus ciudades del Asia Menor, las islas dispersas por el
Mediterráneo, la región de Salónica y de Athos, el norte macedónico de
Alejandro, el Peloponeso, las islas del Adriático, la Magna Grecia y el resto
de tierras que componen y compusieron la Hélade. Atenas era su epicentro y el
lugar en el que convergían tantos tiempos, tantas ideas, tantas palabras, tanta
mitología, tanta razón, tantas…historias y tanta Historia.
Pronto, el avión adquirió velocidad de crucero y se superpuso
a un enorme mar de nieblas. Volábamos por encima de ellas, como en el
territorio de los cielos, lejos de la tierra y en el silencio de las alturas. Si
en la ida pensé que el mejor homenaje a mis ilusiones por la cultura clásica
griega era la lectura de un texto de Platón en el cielo, ahora me dejé llevar
por algo mucho más mostrenco y grosero: un libro de crucigramas ocupó el tiempo
y me ocupó en buena parte del trayecto. A ratos, si la niebla, casi
interminable, me lo permitía, dejaba que la mirada descendiera desde la ventana
hasta las aguas del Mediterráneo, hasta las olas que lo surcan desde Algeciras
a Estambul, y en él me recreaba haciendo concentración a ráfagas de espacios y
de tiempos. Cuando sentí el paso por el sur de Italia, no pude por menos que
unir y tejer los dos mundos clásicos, el de Grecia y el de Roma, padres ambos
de la cultura en la que el tiempo me ha permitido vivir este pequeño relámpago
de la Historia y de mi historia. Y no me sentí desafortunado.
Cuando mediaba la tarde, aterrizamos en Madrid, en el amplio
y moderno aeropuerto de Barajas. Maletas, taxi, atascos y llegada a casa de mi
hermana. Pequeño descanso, corto paseo, cena y descanso. La misma hospitalidad
de siempre en casa de Fide y Pedro, el mismo cariño. Siempre gracias y un beso
muy fuerte. Así da gusto terminar un viaje. El día siguiente nos esperaba aún
el trayecto hasta casa.
La maleta de las sensaciones llegaba repleta, también la de
las fotografías y la de las anécdotas. Hay que darle tiempo a la descompresión
antes de volver a todo ello. El fin del viaje solo se producirá cuando la
imaginación ya no llame a lo vivido durante estos días. Creo que eso no se
producirá muy pronto. El almacén queda en tiempo muerto, esperando volver al
recuerdo y a tomar vitalidad en cualquier ocasión y momento. Hasta otra.
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