Estamos en período electoral y todo es vorágine y
precipitación: hay que hacer esquemas de una realidad confusa y plural para que
los receptores decidan su voto. En esa desigualdad entre espacios y tiempos
reducidos, y la complejidad de la realidad que hay que encerrar en pildorillas
casi publicitarias, todo se confabula para crear una atmósfera incompleta,
nebulosa y hasta descorazonadora.
A mí nadie me hace caso y aquí solo expreso desahogos; pero, como este espacio es gratis y tengo la manía de decir lo que pienso, pues…
Como era de esperar -si es que no hay que ser muy avispado
para predecirlo como ya lo hicimos-, casi toda la campaña tiene como eje los
asuntos territoriales, ahora ejemplificados en Cataluña. Yo sigo defendiendo
que, sea cual sea la solución que se le dé a este asunto -yo tengo mi opinión,
pero poco importa-, nada será definitivo ni nada progresará en la convivencia.
Repito una vez más y deben de ir mil por lo menos: ¿Cómo se puede hablar de modelos sociales, económicos, judiciales,
educativos… si no se han delimitado los territorios en los que se van a aplicar
ni las competencias de cada uno de ellos? EL MODELO TERRITORIAL Y EL SUJETO DE
SOBERANÍA siguen siendo los pilares en los que se debe sujetar todo el
desarrollo legal y de convivencia. Aclaren esto, por favor, y aclárense ustedes
mismos. Todo lo que venimos viendo no es más que desarrollo de este asunto.
Pero aún debo decir algo más. Elijan el modelo que elijan, no
se olviden de su manera de llevarlo a la práctica. En los últimos ya más de
cuarenta años, en esta nuestra piel de toro, casi todo el mundo ha centrado sus
esfuerzos en adquirir competencias territoriales, en un huracán de fuerzas
centrífugas que no sé si están controladas o campan a su gusto. Permitan al
menos que se puedan poner sobre la mesa las distintas visiones que de la
realidad territorial existan y, serena y racionalmente, sin aspavientos y sin
descalificaciones previas, discútanse y dictamínense. El único norte tendría
que ser el del bienestar de toda la comunidad y no el de la supremacía de unas
comunidades sobre otras, la proximidad de las personas y no la separación de
las mismas. Será mejor aquel modelo que nos produzca más bienestar físico, económico
y moral. El modelo tiene que servir al ciudadano, a todos los ciudadanos, y no al
revés
Se argüirá que ya tenemos un modelo constitucional. Y es
verdad. Parece que se podrían considerar, entonces, al menos tres derivadas.
La primera es la de respetar lo existente y partir de ello:
existe un ordenamiento jurídico y tiene sus normas para ser cambiado o
mantenido.
La segunda es la de defender que esas modificaciones son
posibles y no tienen por qué ser negativas. Ojo, en cualquier sentido, siempre
que se defienda con serenidad y con racionalidad.
La tercera -y es la que me ha llevado hoy a dejar estas
líneas en esta ventana- apunta a la manera de aplicar cualquier elección. Si no
se actúa con LEALTAD, desde
cualquier modelo, todo el edificio mental o jurídico se nos vendrá abajo, como
nos viene sucediendo desde hace casi medio siglo.
LEALTAD pertenece a la familia léxica de LEY y de legalidad y
de legitimidad, y… O sea, que apunta a códigos acordados que nos obligan a
todos. Pero las connotaciones que la historia le ha ido añadiendo a la palabra
la empujan hacia una concepción que tiene que ver con no buscar las vueltas
para aprovecharse individualmente de cualquier situación, hacia un contexto en
el que todo el mundo se puede fiar y se fía de la buena voluntad con la que
todos van a interpretar los preceptos, a un saber que nadie está buscando los
tres pies al gato sino que aporta siempre actuaciones tendentes al bien común y
no solo al particular, a sentirse tal vez diferente en partes, pero a no buscar
cualquier manera de decir yo soy diferente y no quiero saber nada de ti.
En fin, ¿quién no tiene un amigo que le es leal siempre? Pues
algo de eso. Y lo que se puede aplicar para una cuadrilla de amigos se puede
trasladar, por analogía, a grupos y comunidades más amplios.
Para ponérnoslo a todos más complicado, los líderes, en
campaña electoral, parece que tienen la obligación de hacer notar más las
diferencias y las deficiencias del contrario que aquello que podría ilusionar a
todos. Mientras tanto, nosotros asistimos atónitos a este espectáculo que tiene
algo de aquelarre, de botellón místico y de deseos de que salga un rato el sol
y nos ilumine un poco a todos en este difícil arte de la convivencia, arte que,
si no se cumple con lealtad y signos de buena voluntad, nos puede arrastrar a todos
a un precipicio demasiado hondo.
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