Que sí, que vale, que bien, que lo que tú quieras, que lo que
tú digas, que se han celebrado elecciones y los ganadores son estos y los
perdedores los otros, que la campaña tal y cual, que esta táctica era
equivocada y la otra acertada, que ya te lo decía yo, que…
¿Y ahora qué? Pues que ahora toca hacer el país gobernable. Y
para ello hay que formar Gobierno. Y esto no se puede conseguir sin ponerse de
acuerdo. Y ya me dirán cómo se consigue tal cosa sin sentarse a hablar, sin
ponerle al asunto buena voluntad y sentido común, y sin tener en cuenta el bien
superior de la gobernabilidad del país. Y acaso esto se muestre insalvable sin
la renuncia, o el atemperamiento al menos, de algunas de las llamadas líneas
rojas. Pues a ello, si es posible.
Pero tampoco hagamos genéricos de buena voluntad si no están
apoyados en razonamientos de verosimilitud. Me hacen triste gracia algunos
llamamientos a la imitación de lo que sucede en otros países con las
coaliciones. Ordenar y jerarquizar las ideas resulta fundamental, sobre todo en
un mundo en el que las verdades absolutas brillan por su ausencia. Pue búsquese
la idea de mayor valor para trabajar desde ella. Esa idea superior tiene que
ser la del bienestar de la comunidad y no la de la victoria de ningún partido
sobre los demás. Pero, coño, es que, para ello, tenemos que ponernos de acuerdo
antes en qué significa eso de la “comunidad”, qué territorios abarca y cuántas
son las personas que se tienen que sentir concernidas por esos acuerdos. O sea,
de nuevo, EL ASUNTO TERRITORIAL, la madre de todas las batallas, el ábrete
sésamo de todas las discusiones. Por eso la analogía con otros países no
termina de ser válida pues está viciada por este maldito asunto de los
territorios en los que haya que aplicar los acuerdos y los desacuerdos, o sea,
el cuerpo jurídico que regula la convivencia. Velar y esconder esta dificultad
previa nos tiene atorados desde siempre y hasta a alguno nos lleva a pensar que
este sigue siendo, después de más de 500 años de aparente unidad, un país
fallido e inexistente. Qué pena. Es este el sentido en el que a algunos nos
sigue doliendo España.
Llegados a este punto del recorrido, el cansancio hace mella,
el desánimo se apodera de todos los músculos del cuerpo y el ánimo se viene
abajo y se abandona, se retira del campo de batalla y aguarda a que le llegue
alguna noticia algo esperanzadora para despertar del ambiente pesimista y
desilusionado.
Venga, hablen, tómense vinos, llámense por teléfono,
discutan, disputen, razonen, pónganse hechos un trapo, acusen sin miedo a los
supremacistas de tal y cual, no se corten, húndanlos en la miseria jurídica, y
sobre todo moral, déjenlos que se expliquen… Y después, que se vayan y buen
viaje.
Solo después, con la calma del horizonte despejado, podremos
ponernos a mirar las mejores fórmulas de convivencia y de justicia para todos.
Nos quedará algo de fuerza y de ilusión para compartirla con quien quiera
compartir, y nos habremos librado del lastre de quien siempre anda mirando por
encima del hombro y enfangándolo todo en la centrifugadora, en no pocos casos,
por desgracia, con el marbete de soberanistas de izquierdas (agua y aceite) que
abanderan trapos de colores con más fuerza que la bandera de la justicia
social.
Qué hartazgo de empujones y de exigencias, y qué falta de
abrazos y de ayudas, de manos abiertas y de ilusiones compartidas.
Ufffffffffffffffffffffffffffffffffffffff.
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