martes, 18 de mayo de 2021

SANTA Y CAUTIVA

 

 SANTA Y CAUTIVA

El conflicto entre judíos y palestinos se recrudece con una frecuencia exasperante. Y no se puede decir que nace o aparece, porque sigue ahí enquistado desde hace ya setenta años.

Hace ya muchos años que comencé un poema con estas palabras: “Casi todas las guerras se producen muy lejos de nosotros…” A estas alturas del siglo veintiuno, esta verdad empequeñece para quedarse solo con el sentido moral, pero no espacial. La televisión sirve de fuente de la que manan las batallas y las bombas hasta hacerlas explotar en nuestras propias manos. Da igual que estemos comiendo o descansando en un sillón. Es la guerra servida en tres dimensiones y en el salón de casa. Entre plato y plato se nos cuela la imagen de un niño herido o muerto en brazos de su padre u otro niño que corre llorando tras el cadáver de su madre que es llevado a hombros de otros vecinos. Para el postre nos pueden servir la destrucción de un edificio en sustitución de una manzana o de una infusión. Qué barbaridad.

Las imágenes del último agravamiento me pillan engolfado en la lectura de Jerusalén, santa y cautiva, obra de Mikel Ayestaran, reportero corresponsal autónomo, eso que se nombra como freelance. Ayestaran es un periodista de raza y conocedor como casi nadie de los entresijos de lo que en occidente se conoce como Oriente Medio.

De su mano, el lector recorre las calles y los barrios de la Ciudad Vieja de Jerusalén y en las páginas deja una visión panorámica y a la vez personal de la ciudad eterna, dando voz a alguno de los vecinos más representativos de cada uno de esos barrios.

La ciudad es el resumen de todo lo que sucede en las tierras de Israel, de Cisjordania, de Gaza y, por extensión, de todo el Oriente Medio.

Causa una enorme desazón comprobar que se trata de un conflicto de muy difícil solución, pues acumula variables históricas, étnicas, religiosas, económicas y políticas. O sea, todos los palos en la rueda del carro. De todas estas variables, son la étnicas y las religiosas las que hunden sus raíces en la niebla de los tiempos y las que más ciegan la luz para el futuro.

Étnicamente, parece que existe una carrera de velocidad por encontrar vestigios que certifiquen algo así como que “yo estaba aquí primero y estos territorios son míos”. Como si una comunidad tuviera derechos eternos sobre un espacio concreto.

Y, religiosamente, vienen a encontrarse dos variantes del Libro (más los cristianos en minoría y en medio del fragor) que se miran de reojo, que enfrentan sus dioses y profetas y que desbordan su fanatismo en cultos e idealizaciones excluyentes que solo conducen a odios y más odios.

¡Qué barbaridad todo! ¿No podrían juntarse una tarde Yahvé y Alá a tomarse unos cafetitos y a jugarse todo esto a los chinos? Los fanáticos, si lo son de verdad, aceptarían el resultado con sumisión y hasta con alegría. O tal vez se bajarían de la nube y se volverían más normalitos y sensatos. ¡Qué cantidad de desaguisados, de guerras y de muertes en nombre de la religión! Y, para mayor inri, como están metidos en todo el fango, no permiten ni un solo consejo ni consideración de nadie que opine de otra manera o que desmitifique todo este embrollo y este botellón místico.

Es verdad que todo se agrava con la desigualdad manifiesta entre las fuerzas bélicas de unos y de otros, y las simpatías se inclinan con más facilidad hacia el lado palestino. Pero el conflicto es tan complejo que no se agota con unas simples simpatías.

Solo soy aprendiz de casi todo, pero maestro de nada. De todo ello me llevo una idea política simple: hay elementos que no se pueden conjugar, o dicho en román paladino: no se puede soplar y sorber a la vez. En este caso se juntan estas variables: a) Uno o dos Estados (Israel y Palestina); b) Tratamiento con las mismas leyes para todos (judíos y palestinos) si se controla un territorio como ocupado y solo existe un Estado; c) Imposibilidad de llamarse estado democrático si no se cumple la condición anterior. Un verdadero laberinto.

Entretanto, nos queda la compasión con todos los perjudicados, a los que nadie les ha preguntado nada al respecto, pero que cargan en sus hombros la cruz de las bombas, del odio y de la miseria.

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