“Hoy lo he visto,
lo he visto y me ha mirado:
hoy creo en Dios”
dijo una jovencita a su colega
en las calles repletas de un Madrid de agosto.
De sus rojas carpetas de lindas colegialas
salió un póster gigante confundido
del divo Justin Bieber.
Lo levantó en sus manos,
agitándolo, histérica
-como todas las otras-,
mientras cruzaba el papa en papamóvil.
El papa la miró con ironía,
desde el trono diáfano
de su jaula blindada.
Sonrió con tristeza y engoló su ego:
“¿Qué sería de estas chicas
si supiera moverme en escenario
con ritmo y al amparo de los vatios
de una noche de fiesta de verano?
No quiero ni pensarlo”.
Cuando volvió al calor de su parroquia
y a las clases del lujoso instituto,
la hermosa colegiala
seguía agradablemente
confundiendo en sus sueños
las figuras del papa y Justin Bieber.
Para salir de dudas
y limpiar su conciencia,
fue a cumplir confesión
con un cura muy joven
que ejercía ministerio
de capellán y profe
en las clases más altas
del citado colegio.
Aún sigue completando
con posters su carpeta
y con dibujos negros de alzacuellos
hechos con carboncillo
y manos temblorosas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario