sábado, 13 de agosto de 2011

CHARREANDO UN POCO

No solo ocupa el personal hasta el último metro cuadrado de playa en vacaciones. Ni la publicidad ni los mercados pueden con todo ser humano. Cada año la gente se señala también unos días para pasarlos con los más próximos, con las personas que siguen ahí, en la raíz, el en lugar en el que la razón se pierde y continúa el reino de la familiaridad, de los amigos, de los vecinos y de aquellos que compartieron algunos días de los que dejan para siempre huella.
Las fiestas locales son seguramente el espacio más indicado para que esas reuniones se produzcan, pero lo es también cualquier tarde estival, o de la estación que se tercie, para sentarse al serano o en el predio particular y dejarse llevar por la voz y el estómago. La comida y el canto, la palabra y el recuerdo, la añoranza y la amistad. Es entonces cuando el corazón se suelta y todo se hace más espacioso y limpio.
Nuestros pueblos son una muestra estupenda todos estos días de agosto, en los que los de fuera, los forasteros, vuelven a su pueblo y a sus años antiguos. En muchísimos casos, cualquier instrumento de la tierra pone fondo rítmico y las canciones de siempre vuelven a fluir como si tuvieran solo esa oportunidad en el año.
Me siento feliz en esas reuniones por casi todo: por la amistad, por el ambiente, por la música… Siempre que puedo, me acerco a ellas, con la restricción de que no sean muy numerosas.
Es la música más apropiada para esas reuniones la de mayor raigambre local o provincial. Todos los convocados conocen retales de un grupo de canciones que vienen a representar como la encarnadura del esquema de vida de las generaciones pasadas de esos mismos lugares, de los antepasados más próximos y lejanos. Por eso se repiten casi las mismas melodías.
Pero eso no sucede -o yo no soy consciente de que suceda- en Béjar. Esta ciudad estrecha y de paisaje lujurioso posee numerosas propiedades particulares en las que también la gente se reúne para pasar el día. No escucho las raíces musicales de la provincia.
Cuando reviso cancioneros de Salamanca, no encuentro precisamente abundancia de canciones recogidas en Béjar y sí del resto de las comarcas que componen la provincia. Puedo asegurar que incluso aparecen más canciones de la comarca que de la ciudad de Béjar.
Las razones serán, como siempre, múltiples, pero no me parecen menores las que apuntan a la situación geográfica y, sobre todo, a la estructura social, religiosa y laboral en las que se ha configurado y ha permanecido la ciudad bejarana. Esta ciudad siempre parece que ha andado en tirantez con la provincia, como si la naturaleza la empujara a mirar más hacia el Tajo que hacia el Duero. Pero no será solo la variante geográfica, pues la Sierra de Francia está llena de folclore y también mira hacia el sur. No me interesa entrar a considerar la otra variable que apunto porque no quiero entrar en depresión.
El caso es que anoto nombres de canciones salmantinas y no me huelen a bejaranas por ningún sitio: La Clara; El burro de Villarino; En casa del tío Vicente; La Charrascona; La mujer del seronero; La montaraza de Grandes; Manolo mío; La Tarara; Serrana mía…
No, no me huelen a esta serranía. Y bien que lo siento. Para otra vez será.

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