“Lo que mata es vivir,
no es el tabaco”
dijo Felipe a Ángel
-perdón por este verso apositivo-
-perdón por este verso apositivo-
una tarde de agosto en Palomares,
mientras lanzaba al aire
volutas en cadena.
Ángel miró a lo lejos,
con la mirada laxa de sus noventa años,
mientras seguía Felipe devorando,
compulsivo,
un cigarro.
Y la línea del tiempo los miraba
en forma de estornino sorprendido,
desde lo alto de un poste que apuntaba
hacia un punto lejano indefinido.
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