jueves, 4 de agosto de 2011

DE MERCADOS Y MERCADILLOS

Me proponía un amigo esta misma mañana el análisis de alguno de los hechos que todo el mundo oye y hasta ve. Se trata de un hecho económico, de esos que nos traen a todos pendientes de mercados, de deudas, de primas de riesgo y hasta de sobrinas. Creo que, con alguna razón, he recalcado en varia ocasiones que, para un buen sector de la sociedad, incluida toda la derecha y buena parte de la izquierda, lo que no son cuentas son cuentos. Y ahí andamos, con la camisa que no nos llega al cuello.
Pero vamos al hecho. El Gobierno de España accede al mercado para comprar deuda por unos tres mil millones de euros. Los mercados se ofrecen para comprar el doble. Lo que dicta el sentido común es que, en cualquier lonja, cuando hay competencia para hacerse cargo de ese dinero, el precio del producto baja. Pues sucede lo contrario: el dinero ha tenido que ser comprado a un precio altísimo, con el consiguiente endeudamiento de todos los contribuyentes españoles. Hasta ahí los hechos y la primera consideración.
No soy economista pero -también lo he dicho muchas veces- aspiro al sentido común. Y las cuentas no me salen. No me salen en un ambiente de concordia social en el que los valores de la comunidad tienen más poder que los intereses particulares; no me salen en un ambiente en el que la ética se impone a la avaricia; no me sale en un ambiente en el que la política vale un poquito más que el dinero; no me sale en un ambiente en el que el rostro de las colectividades tiene rasgos de humanos y humanistas y no de lobos y de alimañas… No me sale en muchos ambientes, pero me lo explico, y muy bien, en la escala de valores que estas sociedades han creado y que se ha apoderado a marchas forzadas (magnis itinéribus se decía para los ejércitos cundo yo aprendía latín) de nuestra manera de actuar.
Aún en sociedades pequeñas, en colectivos en los que los individuos se conocen personalmente, da un poco de apuro actuar para arruinar a un componente con el fin de  después hacer leña del árbol caído y aprovecharse económicamente de su debilidad. En cuanto nos situamos en el nivel de los números, de los mercados, de las bolsas, de los dividendos, esa cara se desvanece y cualquier rasgo de humanidad desaparece y se anula.
¿Quién sigue diciendo que los mercados no atacan como fieras a cualquier economía si ven la posibilidad de comerse gratis los despojos? Incluso los sistemas filosóficos utilitaristas, que advierten la importancia del interés individual como elemento impulsor y potenciador de la actividad humana, procuran al menos vislumbrar un final en el que se vuelva el beneficio en favor de la colectividad. Aquí no hay más que puro interés y egoísmo, reino salvaje y grito de sálvese quien pueda. Esa espiral solo puede llevar a la supervivencia de algunos elementos que, por las circunstancias que sean, se encuentren más fuertes en el proceso, pero nadie sabe ni quiénes son ni cuántos son. Es más, en buena lógica, ese sistema termina por consumir, por pura fórmula de reducción, a todos los elementos, salvo a uno de ellos, el cual no sobrevivirá tampoco porque no tendrá a quien enfrentarse. Así de triste y de elemental.
¿Quién se apunta a invertir en cultura y en democracia como fórmula salvadora y económica en la que sobrevivir? Por desgracia, Occidente no respira por esta herida en estos momentos. No sé si no sería bueno que a la vieja Europa la volviera a dominar Zeus y se la llevara a pacer otra temporada a los prados en los que tan hermosamente vivía.  

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