Cuántas veces la solución o el enconamiento de los conflictos se halla en el entendimiento preciso de lo que el otro nos manifiesta… A veces siento el deseo de mandar las leyes del razonamiento al cesto de los papeles y de quedarme solo con las situaciones concretas. Como si los universales no existieran sino solo los elementos particulares, las condiciones específicas, los elementos circunstanciales. Parecería que todo se sustancia en la historia particular de cada elemento y de cada momento, como si en realidad solo fueran posibles los singulares y nunca los plurales.
Sé bien que no es asunto solo de desahogo. Algún pensador ilustre y sesudo afirmaba y glosaba la afirmación de que no existe la naturaleza sino la historia de las cosas. España, por ejemplo, no tendría naturaleza sino historia particular; un español, por analogía, sería su propio discurrir, siempre en forma particular e irrepetible; y cualquier situación habría que explicarla por sus circunstancias.
Tengo pruebas notables de que el esquema se repite y se repite. De esa manera, cuando se cruzan dos caminos personales, si las dos personas que los sustentan no son capaces de ponerse en disposición de atenderse y de atenderse, la confusión está servida y el malentendido también. Buena parte del discurrir de la vida se nos va en estos asuntos y en su solución o enconamiento.
A veces, esos malentendidos se diluyen con el paso de los días; en otras ocasiones, su recuerdo no hace más que agrandarlos y convertirlos en bola de nieve que rueda y se hace montaña. Entonces, lo que era cuestión menor se convierte en muro insalvable y la realidad ya poco tiene que ver con los hechos que dieron lugar a ese desacuerdo.
En mi conciencia sigue vivo uno de esos malentendidos, ya viejo y doloroso, que no sé cómo quitármelo de encima.
Me han llegado noticias, en los últimos días, de uno de esos desacuerdos entre dos personas bien allegadas hasta ahora pero que un equívoco concreto parece separar. La vida, por otra parte, está llena de ejemplos de este tipo y cada uno los puede actualizar según le atañan más o menos.
¿Por qué nos cuesta tanto la cesión y el reconocimiento de cualquier error? ¿Por qué no entender que la visión de una cosa puede ser diferente pero que el cruce de opiniones no tiene por qué llegar a la desafección? ¿Por qué la sangre tiene que llegar al río con demasiada frecuencia? ¿Por qué no desinflar globos en lugar de hincharlos tantas veces? ¿Quién nos ha enseñado que no hay contento si no es en la victoria, cuando existe también la posibilidad de la derrota y hasta de la victoria moral compartida? ¿Cuándo vamos a comprender que la verdad absoluta es solo cosa de dioses, de los dioses malos y justicieros? ¿Por qué hemos de seguir siempre en esa escala de valores maniquea de buenos y malos?
Si fuéramos historia más que naturaleza y, entonces, consecuencia de lo que hemos sido y de lo que nos rodea, ¿qué inercia nos lleva y nos arrastra a enrocarnos en nuestras posiciones sin dar ninguna posibilidad a la explicación del otro?
Nos faltan ratos de charla y de sentido común en torno de una mesa o en un sencillo paseo por la calle, nos sobran los debates públicos en los que se superponen diálogos y de los que apenas destilan voces y mala educación, hay que soltar lastre de educaciones en las que los dogmas se imponen sin razón e intercambio, tenemos que adentrarnos en los recovecos de la intercomunicación social, hay que socializar la vida y los comportamientos. Lo necesitamos, no para repetirnos sino para compartirnos, no para igualarnos en todo sino para intercambiar riquezas y valores personales, no para diluirnos en la masa sino para enriquecernos, en definitiva, para una supervivencia digna. Sospecho que, por desgracia, los modelos no empujan en esa dirección: interesa poco a algunos pues se pueden descubrir realidades sociales y humanas que descolocan a los más poderosos. O al menos a los más brutos.
1 comentario:
Totalmente de acuerdo con tu post.
Pasate
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