Ayer mismo, después de un paseo delicioso por la dehesa de Candelario y por el cauce del Cuerpo de Hombre, con comida y bebida generosas incluidas, y antes de cumplir con las reuniones del Buen Pastor y de la cena familiar de Noche Buena, dediqué al menos dos horas a mirar, observar y repensar algunos reportajes del canal televisivo Historia.
Supongo que, en honor a la fecha, habían elegido reportajes con el factor común que rezaba algo parecido a lo que sigue: “Buscando a Dios”.
Por desgracia, volví a experimentar las mismas sensaciones que las que se me desprendían del libro del Papa, del que he dejado constancia aquí. En este canal televisivo, uno espera las opiniones razonadas de los estudiosos de los temas. Pero es que, para empezar, les encargan los guiones y los itinerarios a personas solo de un color. Y, en esto de la religión, el convencido es que no tiene remedio: ya todo lo supedita a la verdad absoluta en la que cree. La única diferencia resulta del camino que utilizan. Un teólogo no se anda por las ramas y retuerce las interpretaciones de cualquier elemento con tal de que le sirva para “explicar” su verdad. Un científico en estos reportajes se tiene que someter al razonamiento y no puede darlo todo por hecho. En consecuencia, se queda en las hipótesis. O al menos comienza con ellas: Si hubiera sucedido tal cosa; si tuviéramos en cuenta esta posibilidad; si la interpretación de tal dato fuera en realidad no sé cuál…
En uno de los programas de ayer tarde se trataba de explicar la realidad o la falsedad del paso de los israelíes por el Mar Rojo en su huida de Egipto. El sentido común dice que las palabras bíblicas son sencillamente un disparate. Pues hay que salvarlas como sea. Para ello, algún sesudo catedrático de Cambridge, ganado para la causa, empezó a imaginar hipótesis inverosímiles y a juntar posibilidades casi imposibles de que se den ni siquiera por separado. De la suma de ese montón de hipótesis se deduce al fin la posibilidad, que no la realidad, de tal hecho, y menos en las condiciones en las que lo narra el Libro.
Me queda el regusto amargo de no saber qué es peor: que tengan razón los que defienden la realidad con hipótesis tan traídas por los pelos, o que sencillamente se trate de una patraña más al servicio de quien haya sido y sea.
Para el caso que me ocupa -el asunto del paso del Mar Rojo-, las dos posibilidades me asustan por igual. Si el asunto es real, ¿cómo es posible siquiera imaginar a un Dios tan justiciero, nacionalista, pendenciero, vengativo y todo lo que se quiera imaginar en negativo, que salva a un pueblo y elimina de un plumazo al ejército de otro pueblo? ¿Es eso un Dios o un payasete jugando a las batallitas o a buenos y malos? Qué manera de degradar su esencia. Qué disparate. Si el asunto es irreal y no es más que otro episodio inventado o legendario, ¿por qué todas las religiones se tienen que mostrar en misterios, elementos esotéricos, medias tintas, pasajes escondidos, magias y ocultaciones? ¿Seguimos jugando al ratón y al gato? ¿Qué miedo les da siempre a los dioses presentarse con claridad y sencillez ante sus posibles seguidores? ¿Por qué andan siempre en el misterio y tras la cortina? ¿Esto casa con la sencillez de los fieles que tanto se predica? ¿A quién favorece todo este invento? O, mejor dicho, ¿quién es el autor de todo este invento y de todo este despropósito? Otra degradación absoluta de la esencia de Dios.
Si Dios hubiera o hubiese nacido, la primera tarea que tenía que acometer es la de aclarar toda su doctrina, la de aparecer claro y sencillo ante los hombres, la de marcar un camino sencillo y señalizado. No se puede dejar esa tarea a los guardias de tráfico, porque lo complican todo. Sobre todo si quieren ser ellos los únicos intérpretes de ese posible código. Y, además, casi siempre han llevado y llevan pistola y porra.
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