CUANDO ESCRIBO UN POEMA
Busco a veces oírte entre los versos
que entre mis dedos van apareciendo,
cual si fueran impulsos inconexos
en busca de la luz y del espacio.
Acaricio las teclas o el bolígrafo,
como acaricia el agua cuando llueve
la sólida lisura de las piedras,
y cada letra es un latido en sangre
que vive en el papel o en la pantalla.
Mis yemas van notando cómo emerge
la voz que de tus labios se propaga,
igual que una figura en claroscuro
desde lo más hundido del silencio.
Después miro en el blanco de la página
y todo me habla en ella de tu nombre,
de los mapas que forman tu paisaje,
de una mirada niña que me inunda
con una luz tranquila que se duerme
en los confines tibios de la tarde,
de tu risa y tu vientre, de los usos
que hemos cuajado en leyes o en costumbres.
A veces te demoras en hablarme
de cosas que destilan la alegría
del arte de vivir o la tristeza
que embarga algunas veces
los amores más densos y sabrosos.
Otras veces, en cambio, te reclamo
y permaneces lejos de este tacto
en el que se complace mi contento.
Mis manos se desgastan de insistencia
y hay un silencio herido que me invita
a navegar los mares del silencio.
Es la vida, la luz, el claroscuro
de este pintor de vida en la palabra,
que a veces se deslumbra entre las llamas
y a veces no oye voz ni entre los ecos.
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