viernes, 19 de abril de 2013

¿POR QUÉ ME INSULTAN?


Las nuevas realidades nos van marcando el camino en todo, también en las innovaciones léxicas. De hecho, el léxico es como un saco roto en el que siempre andan entrando y saliendo las palabras y las expresiones como si fuera aquello una estación de paso en la que unas se asientan durante mucho tiempo pero otras sacan billete y cogen el primer tren que sale.
Las formas y maneras de llegar y de marcharse son muy diversas y ahora no es cuestión ni siquiera de enumerarlas, pero constituye uno de los capítulos más apasionantes de los estudios lingüísticos.   
A veces la nueva realidad es simplemente que la existente se ha hecho vieja o que la escala de valores ha cambiado y ha situado a alguna parcela en otro lugar del escalafón. Quiero decir, y me digo, que las nuevas realidades no significan simplemente creación de realidades físicas nuevas sino de todo tipo: social, religiosa, política, económica…
Sea como sea, el caso es que a diario nos tenemos que enfrentar con la realidad, esa dimensión mostrenca de manifestaciones de la materia en el espacio y en el tiempo, que nos acompaña y que nos define al fin. Y hay realidades que no nos gustan, o que nos gustan menos, o que no nos favorecen en nuestros planteamientos, o que nos sirven mejor para arreglárnoslas y convivir con los vecinos, o que nos dejarían en mal lugar ante los otros, o que…
Y entonces, ay entonces. Hay que salvar los muebles como se pueda. Y los tenemos que salvar no con la realidad, que sigue ahí mirándonos de frente y altanera, sino con su representación más genuina: la palabra. Ese es el momento en el que aparecen los EUFEMISMOS. La etimología no es nada complicada, pero, por si acaso: EU = BIEN, más FEMI = HABLAR. Total, algo así como un bien hablado.
La vida anda llena de eufemismos y todos los usamos según las situaciones, son un instrumento más, y no el peor, que favorece nuestra comunicación y nuestra convivencia. Como siempre, depende de usos y de abusos, de conciencia o de inconsciencia, de fines honrosos o de fines arteros, del grado de respeto que comporten o del grado de intento de engaño que incorporen.
Pocos campos -salvo tal vez el religioso- se prestan al abuso del eufemismo como el de la política, esa ocupación en la que, si no bailas la jota tradicional correspondiente en cada sitio, aunque andes cojo, es como si no fueras nadie. A las pruebas me remito y la actualidad manda. Sigo pensando que a quien manda o dirige el Gobierno se le tiene que permitir y hasta exigir una mirada un poco optimista ante la realidad, algo que para él y ellos antes no servía en absoluto; pero una cosa es el margen de confianza y otra diferente es que se rían en tus propias narices y te llamen tonto y analfabeto convirtiendo el posible eufemismo en un lacerante insulto. El sentido común, al que tanto apela Rajoy, lo han convertido en un fenómeno paranormal, en el hombre más buscado por el FBI. Donde todos ven recortes, ellos ven reformas estructurales; las privatizaciones son externalizaciones; la amnistía fiscal es regularización de activos ocultos; el rescate se convierte en línea de crédito y ahora la fuga masiva de jóvenes al extranjero se disfraza -en boca de una señora que dicen que nunca ha trabajado, ministra de trabajo bajo la advocación de la virgen del Rocío- de movilidad exterior. Y este es solo el penúltimo. La muy amantillada y muy principal señora De Cospedal no deja de darnos lecciones de eufemismos a diario, algunas tan paradigmáticas como aquello del «finiquito diferido» o el de llamar a su partido el de la transparencia, con el asunto Barcenas en la chepa un día sí y otro también. Otro tanto hace el señor secretario de organización, un señor extremeño al que da ya un poco de rubor verlo aparecer ante un micrófono. El presidente del Gobierno no se ha cansado de dar vivas al vino. Tal vez porque es experto en convertir en agua en vino y el vino en agua, lo cual no deja de ser otro eufemismo. Más el primero que el segundo, las cosas como son.
La realidad es dura y hay que soportarla como se pueda para sobrevivir. Qué le vamos a hacer. Entre el tabú y el eufemismo yo me quedo con el engaño controlado del eufemismo. Pero sabiendo que me estoy engañando. Yo mismo, no que me engañen los demás. Y, sobre todo, sin que encima se rían en mis narices y me hagan aplaudir con las orejas. Cagüen diez. Hasta ahí podíamos llegar.

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