Es el título del libro escrito por Juan Cruz Ruiz que leo en estos momentos. No había leído ningún libro de este periodista escritor al que sí había oído en numerosas ocasiones en radio y televisión. Sus intervenciones me habían causado siempre muy buena impresión y la lectura del libro me descubre a un hombre bueno, de una acusada sensibilidad y gran conocedor del mundo de la creación y de los creadores, al menos de los de la pasarela, de los más reconocidos.
Pero el asunto no es Juan Cruz sino el libro y su contenido.
Me parece interesantísimo que, de vez en cuando, alguno de los que andan en el mundillo de la creación como profesión, o en sus aledaños, den noticia de los verdaderos entresijos de lo que en ella se cuece. Porque el lector normal apenas ve lo que se quiere sacar a la luz desde el mundo del comercio y la publicidad, y, además, su entorno está lleno de parámetros similares a los que se desprenden del mundo de la creación: los deportistas, los músicos y cantantes, los periodistas, los jueces, los… Por eso, no solo no se entera de las tripas del animal, sino que, si se las enseñan sin explicarlas, se enfada y las rechaza.
Por encima de casi todas las profesiones anda la superestructura de la economía y de la vanidad. En el mundo de la literatura, abunda menos la economía que la vanidad, aunque, a medida que se asciende en el escalafón, la economía pide su sitio y se sienta en el trono de todo el reino.
En el caso de la creación, a mí me molesta un poco más que en otras profesiones. Me molesta porque de los que viven en ella y de ella espero un nivel de reflexión un poco más elevado que el que puedo pedir a deportistas o a muchos “músicos en concierto”. De muchos de estos espero tan poco que sencillamente no quiero saber nada y no los considero ni en la parte más baja del baremo. De los creadores me gustaría que no desayunaran tanto “egos revueltos” que solo huelen a vanidad. Y si han de ceder la primogenitura a la vanidad, que sea al menos por algo que tenga importancia y que realmente merezca la pena. Es que muchos entregan la vida por cualquier tontería que aparentemente realce su figura momentánea ante los demás. Y se conforman con nada: una silla en lugar oportuno, la lectura en el orden que elijan, el centro de la mesa y de la conversación, la palmadita en la espalda, el pago de una consumición, una mirada femenina, o masculina, a tiempo…; qué sé yo, bobadas como las enumeradas, o aun peores. Coño, al menos el Dioni se llevó un pastón, o a Ronaldo lo conoce todo el mundo. Que ya lo dijo Comendador invocando a su padre, al dicho popular y a Dios: “las cosas se hacen bien o no se hacen”.
Por las 456 páginas enseñan sus nimiedades casi todos los creadores literarios reconocidos de la segunda parte del siglo veinte que han escrito en español. La situación privilegiada del autor, periodista de El País, editor en Alfaguara y creador, le ha facilitado la labor de conocimiento de toda esta fauna indefensa y poca cosa si bien se mira. Juan Cruz describe este mundo desde la buena voluntad, como sin querer hacer daño nunca, con la palabra en la boca dispuesta a pedir perdón por si se sobrepasa. Su obra desprende el olor de la bonhomía y de la buena voluntad. Eso le honra. Él mismo reconoce su ego personal e intransferible. Esa es la primera manera de achicarlo y de embridarlo un poco.
Lo cierto es que, desde la creación “más pequeña” y con la doble certeza de no haber cobrado nunca ni un euro por ninguna línea ni aspirar a ningún primer puesto en no se sabe qué quiniela, a uno le gustaría que la gente fuera un poco más sencilla y serena, más con los pies en la tierra y sabedores de la fugacidad del éxito y de lo inconsistente de la vanidad. Porque, por si quedaba alguna tentación, será bueno recordar que todo esto se resuelve en una comunidad casi de vecinos, en un grupúsculo de personas raras y con costumbres poco usuales, que terminan por hacerlos -salvo entre los miembros de su propia tribu: los propios creadores y un grupo de lectores- bichos especiales y casi una especie en extinción.
Comprendo sus posibles enfados si se presentan comparaciones con personas de éxito en otras profesiones, y hasta admito que en esos momentos reivindiquen algún capricho momentáneo. Pero la vanidad como profesión solo conduce al fracaso para casi todos. Y la vida es demasiado corta como para pasarla mirando por el rabillo del ojo por si aparece la oportunidad.
En el fondo, y por desgracia, se vuelve a repetir el esquema simple y lamentable de poner todo al servicio de las leyes del peor comercio. Pero, además, con tan escasos réditos. Si al menos la sociedad fuera otra y ordenara su escala de valores de otra manera… Pero eso es sembrar cotufas en el golfo.
Eso sí, por favor, no insulten -por comparación- desde los demás grupos que por el mundo son y han sido. “Qué descansada vida…”
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