¿Por qué nieva en abril y a veintinueve? ¿Pues qué sindiós es este? Nieva mansamente sobre esta sierra y sobre esta naturaleza tan dura, tan tierna y tan voluble. Y lo hace como quien cumple serenamente una obligación diaria, una costumbre ancestral o un hecho repetido que aparentemente no tienen mucho sentido. Porque no nieva desde hace solo un rato sino desde el día de ayer, y lo sigue haciendo como si a la nieve se le hubiera olvidado que tiene que marcharse, que el tiempo que se le ha concedido para manifestase es escaso en esta primavera. ¿Qué pedirá la nieve? ¡Qué descaro, dios mío, que insolencia!
¿Qué se dirán los campos sorprendidos? ¿Y esos brotes nacidos hace nada, que apenas si se asoman a la vida y se ven arrecidos y cubiertos por ese manto blanco? Tal vez es que están cumpliendo un rito, el rito del bautismo blanco, el rito de iniciación a la vida y al crecimiento, el ritual de aceptación. Supongo que su falta de prevención va a molestar a muchos: a esas yemas tan tiernas y a las flores que ensayan descuidadas sus colores en espera del fruto más sabroso; al poso de los nidos, con las madres guardando entre sus plumas el calor de los huevos; a aquellos animales que se despiertan lentos del letargo y ensayan otra etapa de actividad sin pausa; a la espiga naciente que adorna ya los campos; a los cantos alegres de las aves, que ahora se habrán callado, como asustadas en sus altos vuelos; al labrador callado entre los surcos, mirando sin cesar al cielo oscuro y esperando que el peso de la nieve no anule sus cosechas y buscando refranes con los que conformarse y explicarse lo que siempre le asusta y le conmueve: “siempre la claridad viene del cielo”.
Contemplo en mi terraza ese baile alocado de los copos, ampos en vuelo lento. Es el baile del gozo y de la confusión, el andar alocados por el aire, el cambiar de sentido en su descenso, el proponer posturas especiales, el de anular las leyes más sencillas de la naturaleza, el de gritar que el caos no es más que simetría en magnitud de escala de infinito, el gritar que no hay música que dirigirlo pueda.
La nieve se acompasa con todo lo que quiere, abraza a toda cosa que en el suelo se posa, besa con su blancura cualquier objeto oscuro hasta darle el color de la pureza, ahorma toda marca de quien se anima a hollar cualquier espacio, anula y desdibuja los caminos, hace de todos uno y unifica la ida y la venida.
Sé que vendrá la ausencia de la nieve. Quedará su recuerdo y esta estampa dibujada al calor de mi terraza, donde me encuentro yo conmigo mismo, me descubro en el núcleo de la nieve, me torno un poco blanco, me desdibujo en nada, simplemente en color que persigue tal vez un centro intenso y acaso verdadero, un sereno mirar hacia los fines de un mejor horizonte.
Sigue el son de la nieve cayendo lentamente desde el cielo y posándose humilde en los tejados. Voy a buscarme en ella un poco más de luz.
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