De
nuevo, un repaso a cualquier índice de la Historia nos sitúa en condiciones de
asustarnos ante la existencia de morales de una sola dirección: Inquisición, dictaduras
de diverso pelaje, actividad de poderes religiosos en países confesionales,
celebraciones religiosas impuestas… Cualquiera puede extender su curiosidad o
sus conocimientos en este repaso sin necesidad de ninguna consideración añadida
aquí. El mismo recorrido se puede realizar por la historia más cercana, de
nuestra ciudad y hasta de nuestras personas. ¿O es que no se recuerda lo que
sucedía con la vestimenta hace tan solo unos años? ¿Y con las obligaciones
religiosas? ¿Y con los usos sociales de bailes, salidas nocturnas, relaciones
de novios, convivencias, jerarquías familiares y hasta de usos léxicos…?
Una
pequeña confesión personal. No hace muchos años, en un período en el que estuve
en el ayuntamiento como concejal, me negué a portar la bandera civil en un
acontecimiento religioso en el que además se rinden banderas civiles ante
símbolos religiosos. Estaba en la oposición y no di publicidad al asunto.
Seguro que, si se la hubiera dado, habría causado escándalo público. Y hace de
esto menos de quince años. Eran (siguen siendo en parte) resabios y usos de una
moral de dirección única los que dominaban.
En
el caso de nuestro país, las circunstancias políticas de dictadura y de estado
confesional agravaron este hecho y lo multiplicaron en sus prácticas. También
las condiciones en las que Béjar participó del período de dictadura y de su
dependencia industrial como servidor del mismo régimen pueden haber contribuido
a explicar sus tendencias sociales, morales y religiosas. El asunto daría para
un tratado muy largo y creo que esclarecedor, pero aquí no hay lugar. De nuevo
aparecería aquí la aparente contradicción de una ciudad “roja” con unas
tendencias de práctica política “azules”. De cualquier manera, lo que se
observa es la inercia durante muchos años a interpretar una moral de una sola
dirección, con unos intérpretes bien determinados y únicos también, mezclados
entre religiosos y clases sociales poderosas.
El
largo período de dictadura dio paso a la sociedad democrática más reciente.
Pero el fenómeno no fue paralelo en las normas y en las costumbres: las
costumbres y los usos siempre tienen un arraigo y un desarraigo más lento. Por
eso, todavía hoy se pueden ver restos que no corresponden exactamente al
ordenamiento civil y de norma positiva.
Pero
no es menos cierto que formalmente se pusieron las bases para la aparición
pública de otras concepciones vitales y de otras morales diferentes, unas
morales que renegaban del origen religioso de las normas y que defendían la
razón humana como única fuente en la que buscar los elementos básicos de
convivencia. Entraron, por tanto, en colisión visiones diferentes de la
realidad. Y es bueno advertir que, en algunos casos, con la misma deficiencia,
pues si se negaba la aportación racional y civil, se cerraban las puertas a lo
más propio del ser humano; pero si se acentuaba el carácter laicista de la
moral, se olvidaba a su vez de ese resquicio que algunas personas buscan en los
elementos religiosos. Los períodos de imposición suelen traer reacciones
contrarias exageradas de autodefensa y de desahogo. Lo más importante, con
todo, es que ya no se puede hablar de una única moral, sino de diversas morales
y que es necesario que todas salgan al encuentro para buscar esos elementos
mínimos que mantengan la convivencia y permitan una trayectoria común.
La
existencia de esas concepciones morales, de las que ya hemos apartado a los
religiosos y a los poderes tradicionales como intérpretes únicos, pide la
presencia de otros actores que las configuren y que las vivan. Estos no pueden
ser otros que aquellos que componen la sociedad civil organizada. ¿Cómo no
entender, entonces, la presencia de partidos políticos diversos? ¿Cómo no
favorecer la existencia de asociaciones de todo tipo? ¿Cómo no fomentar su
participación en los asuntos públicos? ¿Cómo no potenciar el intercambio de
opiniones y de usos diversos? ¿Por qué escandalizarse si no todo el mundo pasa
de igual manera la Semana Santa? ¿No vamos a entender ya que igual se puede
estar en un acontecimiento que en otro a la vez, según sean las inclinaciones
de cada uno? ¿Es correcto, pues, que algún divertimento pueda llevar el
sobrenombre de “fiesta nacional”? ¿No deberíamos tener cuidado con ciertos
patronazgos que nombramos para todos?
Y,
sin embargo, seguimos convencidos de que, para una convivencia sana, necesitamos
unos principios comunes que señalen los mínimos que nos obligan a todos. A
pesar de toda la apología posmodernista del “pensamiento débil” que parece
imposibilitar la defensa de elementos comunes y de una ética mínima universal y
comunitaria. Entre otras razones porque, si no lo hiciéramos, estaríamos
volviendo a poner en bandeja al poderoso el acaparamiento de la descripción y
de la interpretación, cuando no al sátrapa de turno o al “ungido” por no se
sabe qué fuerza misteriosa que nos conduce y nos anula en nuestras capacidades
humanas y racionales.
Entiéndase,
por tanto, que no todo vale, que no sirve decir tú tienes tu opinión y yo la
mía, y toda discusión se termina en estos términos; que no cualquier opinión es
respetable, ni mucho menos, pues solo lo será aquella que parta de esos mínimos
indispensables para la convivencia en igualdad de oportunidades para todos.
Cuidado, pues, con el “pensamiento débil” y con las exclusiones de todo tipo,
porque el pluralismo no es precisamente ningún politeísmo, no vayamos a pasar
de una imposición única a diversas imposiciones absolutas y volvamos a dejar
entonces la última palabra al más poderoso en fuerza, que no en razón.
A
por esos mínimos, pues, a la búsqueda y captura de lo imprescindible para
todos, de aquello en lo que quepamos todos en igualdad de condiciones. Eso nos
permitirá medirnos con confianza y con seguridad, nos aproximará al sentido
real de la justicia y de la tolerancia.
A
partir de ahí, cada uno fabricará su camino de felicidad o llevará a cabo su
proyecto de vida personal. Pero ese es ya camino de máximos, no de mínimos, y
de felicidad. Y ahí sí que ya los caminos son infinitos y personales. Y ahí ya
la ética acaso tiene ya mucho menos que decir.
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