Pero
hay que pasar definitivamente de las musas al teatro, Hay que mancharse las
manos y hay también que levantar el celemín para que brille la luz. Una vez que
hemos dibujado el índice de lo que puede ser una ética civil de mínimos, lo que
necesitamos es llevarla a la práctica y desarrollarla. Cada uno en su ámbito y
los mínimos en el de todos.
En
estas fechas -octubre de 2015- se convocan elecciones políticas generales. Los
distintos partidos políticos se esfuerzan en articular sus programas
respectivos con los que concurrirán a los comicios. El recuento de votos se
hará en su día y en su día se nombrará el correspondiente Gobierno para la
comunidad. Los programas serán seguramente divergentes en muchos apartados;
pero en poco o en nada deberían ser en lo que se refiere a estos principios que
conforman la ética civil de mínimos. En caso contrario, los ciudadanos tenemos
la obligación de hacer saber su equivocación y tenemos el derecho de gritar
nuestro convencimiento en que, sin estos mínimos, la convivencia se hace más
difícil y menos provechosa. La ética y la política no deberían estar alejadas
ni en la concepción ni en la práctica, y la segunda no debería poder concebirse
razonablemente sin los principios de la primera. Que los programas políticos
sean divergentes en propuestas no nos debe extrañar; que no se huela en todos
ellos un sustrato de ética de mínimos valiosa para todos nos ha de poner en
guardia. Ojo, pues.
Las
concepciones religiosas que han sido y que son tienen la obligación de mirarse
en el espejo y de retirar de sus actuaciones cualquier ribete exclusivista y acoger
otras posibilidades con las que dialogar hasta encontrar los elementos comunes
que sirvan a todos, tanto a los creyentes como a los que no lo son. La historia
de Occidente, por desgracia, nos muestra un sinfín de horrores cometidos en
nombre de una religión interpretada en sentido exclusivista. La de otros
lugares no queda en mejor posición ni antes ni en nuestros días. Mucho habrá,
pues, que limar hasta hacer prevalecer esos mínimos. Por cierto, seguro que,
bien entendidos e interpretados, seguramente se hallan también en sus
concepciones religiosas.
Lo
mismo habrá que solicitar a las concepciones laicistas que niegan cualquier
posibilidad religiosa como fondo de doctrina y de costumbres del que extraer
posibilidades para la convivencia.
A
ambos, que sepan retirarse hacia el campo particular en el momento en el que no
nos estemos moviendo en el terreno de los mínimos y en el ámbito general de la
razón.
Otro
tanto sucede con las propuestas que, desde niveles inferiores (local,
familiar…), se hagan. Y estos niveles más próximos incluso nos tendrían que
implicar más, pues nuestra participación en ellos debería ser más posible y
frecuente. Así, en la dirección que se quiera, hasta llegar a nosotros mismos,
a cada persona en particular. Ahí es donde nuestra libertad y nuestra capacidad
de decisión se ponen a disposición de lo que de ellas queramos hacer. Ojalá
siempre lo hagamos en la búsqueda de una convivencia más agradable.
Si
no pareciera que el esquema es demasiado breve, estaría dispuesto a resumir las
actitudes de esta ética civil de mínimos en dos principios: el del sentido
común y el de la buena voluntad. El primero nos lleva al desarrollo de la razón
como capacidad humana general. El segundo nos empuja a reconocer las
limitaciones de la razón y a la necesidad de la cesión de todos para solucionar
cualquier divergencia en el desarrollo del camino vital. Gentes razonables y de
buena voluntad son las que necesitamos siempre. Todos, en la medida de nuestras
posibilidades, deberíamos serlo. A la razón desde la educación y la formación
de todos en las mejores condiciones; a la buena voluntad siempre, desde la
certeza de que la razón no abarca todo porque la vida es algo plural y rico en
matices. Y a la búsqueda del ser humano por encima de todo, en plano de
igualdad en dignidad, en derechos y deberes, y en todo lo que le sirva para
realizarse como tal.
Después,
aunque sin menor fuerza, está el camino de la felicidad. Pero este es ya camino
individual y la ética no puede llegar tan lejos.
1 comentario:
No sé si la felicidad debe ser el fin de las sociedades, como proponían en el siglo XVIII y fue recogido en la Constitución de Cádiz, ni siquiera si la felicidad es la guía del individuo moderno. Pero sí hay que actuar con una conciencia ética tejida de sentido individual y colectivo a partes iguales. Y eso cada día, desde que uno se levanta. No como una losa sino como una tendencia. Adelante, entonces, Antonio.
Publicar un comentario