sábado, 31 de octubre de 2015

POR UNA ÉTICA BEJARANA (y XII)




Pero hay que pasar definitivamente de las musas al teatro, Hay que mancharse las manos y hay también que levantar el celemín para que brille la luz. Una vez que hemos dibujado el índice de lo que puede ser una ética civil de mínimos, lo que necesitamos es llevarla a la práctica y desarrollarla. Cada uno en su ámbito y los mínimos en el de todos.
En estas fechas -octubre de 2015- se convocan elecciones políticas generales. Los distintos partidos políticos se esfuerzan en articular sus programas respectivos con los que concurrirán a los comicios. El recuento de votos se hará en su día y en su día se nombrará el correspondiente Gobierno para la comunidad. Los programas serán seguramente divergentes en muchos apartados; pero en poco o en nada deberían ser en lo que se refiere a estos principios que conforman la ética civil de mínimos. En caso contrario, los ciudadanos tenemos la obligación de hacer saber su equivocación y tenemos el derecho de gritar nuestro convencimiento en que, sin estos mínimos, la convivencia se hace más difícil y menos provechosa. La ética y la política no deberían estar alejadas ni en la concepción ni en la práctica, y la segunda no debería poder concebirse razonablemente sin los principios de la primera. Que los programas políticos sean divergentes en propuestas no nos debe extrañar; que no se huela en todos ellos un sustrato de ética de mínimos valiosa para todos nos ha de poner en guardia. Ojo, pues.
Las concepciones religiosas que han sido y que son tienen la obligación de mirarse en el espejo y de retirar de sus actuaciones cualquier ribete exclusivista y acoger otras posibilidades con las que dialogar hasta encontrar los elementos comunes que sirvan a todos, tanto a los creyentes como a los que no lo son. La historia de Occidente, por desgracia, nos muestra un sinfín de horrores cometidos en nombre de una religión interpretada en sentido exclusivista. La de otros lugares no queda en mejor posición ni antes ni en nuestros días. Mucho habrá, pues, que limar hasta hacer prevalecer esos mínimos. Por cierto, seguro que, bien entendidos e interpretados, seguramente se hallan también en sus concepciones religiosas.
Lo mismo habrá que solicitar a las concepciones laicistas que niegan cualquier posibilidad religiosa como fondo de doctrina y de costumbres del que extraer posibilidades para la convivencia.
A ambos, que sepan retirarse hacia el campo particular en el momento en el que no nos estemos moviendo en el terreno de los mínimos y en el ámbito general de la razón.
Otro tanto sucede con las propuestas que, desde niveles inferiores (local, familiar…), se hagan. Y estos niveles más próximos incluso nos tendrían que implicar más, pues nuestra participación en ellos debería ser más posible y frecuente. Así, en la dirección que se quiera, hasta llegar a nosotros mismos, a cada persona en particular. Ahí es donde nuestra libertad y nuestra capacidad de decisión se ponen a disposición de lo que de ellas queramos hacer. Ojalá siempre lo hagamos en la búsqueda de una convivencia más agradable.
Si no pareciera que el esquema es demasiado breve, estaría dispuesto a resumir las actitudes de esta ética civil de mínimos en dos principios: el del sentido común y el de la buena voluntad. El primero nos lleva al desarrollo de la razón como capacidad humana general. El segundo nos empuja a reconocer las limitaciones de la razón y a la necesidad de la cesión de todos para solucionar cualquier divergencia en el desarrollo del camino vital. Gentes razonables y de buena voluntad son las que necesitamos siempre. Todos, en la medida de nuestras posibilidades, deberíamos serlo. A la razón desde la educación y la formación de todos en las mejores condiciones; a la buena voluntad siempre, desde la certeza de que la razón no abarca todo porque la vida es algo plural y rico en matices. Y a la búsqueda del ser humano por encima de todo, en plano de igualdad en dignidad, en derechos y deberes, y en todo lo que le sirva para realizarse como tal.

Después, aunque sin menor fuerza, está el camino de la felicidad. Pero este es ya camino individual y la ética no puede llegar tan lejos.

1 comentario:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

No sé si la felicidad debe ser el fin de las sociedades, como proponían en el siglo XVIII y fue recogido en la Constitución de Cádiz, ni siquiera si la felicidad es la guía del individuo moderno. Pero sí hay que actuar con una conciencia ética tejida de sentido individual y colectivo a partes iguales. Y eso cada día, desde que uno se levanta. No como una losa sino como una tendencia. Adelante, entonces, Antonio.