miércoles, 28 de octubre de 2015

POR UNA ÉTICA ¿BEJARANA? (X)


En el momento en que escribo estas páginas (octubre de 2015), los diversos partidos políticos presentan las bases de sus programas electorales con los que van a concurrir a las elecciones generales de diciembre próximo. En casi todos ellos se incluye algún apartado que hace referencia a la situación que la religión católica  debe tener en la vida diaria de los españoles. El asunto es muy enjundioso y largo, pero algo difícilmente rebatible es que resulta de referencia común y que alcanza una importancia grande en la concepción política y social, pero también en la práctica, o sea, en la ética y en la moral.
Se ha dibujado antes la presencia histórica de éticas de ascendencia religiosa, de raíz laicista y de estirpe laica. Las dos primeras se sitúan en los antípodas y, en alguna medida -creo que más la primera que la segunda- excluyen otras posibilidades y otras fuentes como bases para extraer los principios en los que se basan; ambas corren el peligro de estigmatizar lo contrario y de tender al absoluto de “conmigo o contra mí”.

Aquí se aboga por una ética laica que no excluya ninguna posibilidad pero que huya de cualquier dogmatismo, que exija al común lo que realmente puede exigir y no aquello que pertenece a la esfera privada o al nivel no de la justicia sino del amor y de la felicidad. El ser humano posee la capacidad de la razón y no puede ni debe renunciar nunca a ella. Pero hunde sus raíces en un sentimiento configurado por fuerzas que no pueden ser medidas fácilmente por la razón. La modernidad puede ser reducida a la separación entre la fe y la razón, pero no a la negación de ninguna. Si no hay oposición entre una y otra, no se ve la necesidad de negar la fe como fuente de vida y de ética. Cuando los resultados de una y de otra no son convergentes, entonces debemos tener la suficiente amplitud de miras  para compartir aquello, y solo aquello,  que nos es común, lo que todo ser humano puede llegar a alcanzar. Y esto solo se consigue a través de la razón. Pero también debemos permitir que el creyente de ética religiosa añada sus costumbres y sus usos, siempre que no reduzca ningún derecho de los demás ni denigre la dignidad humana. Los practicantes de ética religiosa deberían entender que la ética cívica no remite a Dios en sus planteamientos, porque entonces estamos hablando no ya de unos mínimos de igualdad, de libertad o de justicia desde el diálogo, sino de unos máximos que apuntan al mundo del amor, de la felicidad, o de ilusiones sobrenaturales. Y esto ya no se le puede pedir a ninguna ética ni a ninguna moral, porque tiene otros caminos particulares y personales. No solo los de la religión: Acaso no los de la religión. Acaso otros raros y minoritarios en su uso. Puede que una mezcla de todos. Al camino de la excelencia puede y debe aspirar todo ser humano, pero la ética cívica tiene que saber retenerse y no burlar la intimidad personal. Estamos hablando ya de territorios brumosos y de suelos en los que crecen frutos muy diversos.

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