En
el momento en que escribo estas páginas (octubre de 2015), los diversos
partidos políticos presentan las bases de sus programas electorales con los que
van a concurrir a las elecciones generales de diciembre próximo. En casi todos
ellos se incluye algún apartado que hace referencia a la situación que la
religión católica debe tener en la vida
diaria de los españoles. El asunto es muy enjundioso y largo, pero algo
difícilmente rebatible es que resulta de referencia común y que alcanza una
importancia grande en la concepción política y social, pero también en la
práctica, o sea, en la ética y en la moral.
Se
ha dibujado antes la presencia histórica de éticas de ascendencia religiosa, de
raíz laicista y de estirpe laica. Las dos primeras se sitúan en los antípodas
y, en alguna medida -creo que más la primera que la segunda- excluyen otras
posibilidades y otras fuentes como bases para extraer los principios en los que
se basan; ambas corren el peligro de estigmatizar lo contrario y de tender al
absoluto de “conmigo o contra mí”.
Aquí
se aboga por una ética laica que no excluya ninguna posibilidad pero que huya
de cualquier dogmatismo, que exija al común lo que realmente puede exigir y no
aquello que pertenece a la esfera privada o al nivel no de la justicia sino del
amor y de la felicidad. El ser humano posee la capacidad de la razón y no puede
ni debe renunciar nunca a ella. Pero hunde sus raíces en un sentimiento
configurado por fuerzas que no pueden ser medidas fácilmente por la razón. La
modernidad puede ser reducida a la separación entre la fe y la razón, pero no a
la negación de ninguna. Si no hay oposición entre una y otra, no se ve la
necesidad de negar la fe como fuente de vida y de ética. Cuando los resultados
de una y de otra no son convergentes, entonces debemos tener la suficiente
amplitud de miras para compartir aquello,
y solo aquello, que nos es común, lo que
todo ser humano puede llegar a alcanzar. Y esto solo se consigue a través de la
razón. Pero también debemos permitir que el creyente de ética religiosa añada
sus costumbres y sus usos, siempre que no reduzca ningún derecho de los demás
ni denigre la dignidad humana. Los practicantes de ética religiosa deberían
entender que la ética cívica no remite a Dios en sus planteamientos, porque
entonces estamos hablando no ya de unos mínimos de igualdad, de libertad o de
justicia desde el diálogo, sino de unos máximos que apuntan al mundo del amor,
de la felicidad, o de ilusiones sobrenaturales. Y esto ya no se le puede pedir
a ninguna ética ni a ninguna moral, porque tiene otros caminos particulares y
personales. No solo los de la religión: Acaso no los de la religión. Acaso
otros raros y minoritarios en su uso. Puede que una mezcla de todos. Al camino
de la excelencia puede y debe aspirar todo ser humano, pero la ética cívica
tiene que saber retenerse y no burlar la intimidad personal. Estamos hablando
ya de territorios brumosos y de suelos en los que crecen frutos muy diversos.
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