En
una comida familiar hablábamos de la educación y de las clases de religión en
la enseñanza. Alguien me repetía la aburrida monserga de que no quería que se
perdieran los valores que aportaba la religión en la escuela. Yo me enfadé
bastante. Es afirmación que se escucha con demasiada frecuencia. ¡Como si
algunos valores (buenos o malos) solo se pudieran producir con la presencia de
unas enseñanzas religiosas! ¡No, de eso nada! La procedencia de esos valores
(insisto, buenos o malos) no es exclusiva ni de una iglesia, ni de una
religión, ni de un partido político, ni… Estamos tan mal acostumbrados a
confundir moral con religión… Es otro de los posos de la larga dictadura y del
poder de la religión única durante tanto tiempo. La lengua pervierte y
enmascara la realidad, y la realidad pervierte la lengua como instrumento que
la fija.
¿Dónde,
entonces, las fuentes de las que manan los principios que configuran una moral
determinada y unos comportamientos éticos? La respuesta no pude tener una sola
dirección, ni negar las aportaciones de cualquier regato que quiera engordar la
corriente del río principal.
La
Historia configura nuestro presente, y las historias son colectivas pero
también personales e individuales. Los veneros, como los que nutren el
nacimiento de nuestro río Cuerpo de Hombre, allá en Hoyamoros, son múltiples y
diversos. Nadie puede poner una pica en un lugar concreto y decir: aquí nacen
las primeras gotas de nuestro río: se estaría equivocando. Si un partido
político se hace garante de toda la verdad, incurrirá en el peligro de la
imposición; si lo hace la iglesia, tres cuartos de lo mismo, por más que se
sometan sus fieles a orígenes divinos, pretendidamente absolutos y beatíficos:
el peligro es el mismo e incluso se acentúa; si la garantía la buscamos en el
argumento de autoridad, desarrollaremos la nobleza de recoger amablemente las
opiniones de aquellos que anteriormente han dejado su pensamiento respecto de
algo y lo han hecho razonadamente, pero ni así nos sirve del todo… Al final, la
decisión la tenemos que tomar todos nosotros; tiene que ser nuestra conciencia
de seres racionales y sintientes a la vez la que decida aquello que tiene que
pasar a formar parte de la conciencia moral y ética que nos interesa y que
favorece el desarrollo personal y de la comunidad.
Como
se ve, la tarea no resulta sencilla, porque las opiniones no son absolutas y
porque, además, proceden de las limitaciones en las que nuestras mentes
racionales se mueven y actúan, incluso en las mejores voluntades. ¿Entonces?
Alguna pista hay. La primera es la de actuar con humildad y con la mejor de las
voluntades; no con la voluntad del lelo, que no sabe realmente lo que quiere,
sino con la buena voluntad de aquel que entiende que la razón es pequeña y no
concluye ni alcanza todas las verdades ni toda la extensión de las verdades. En
segundo lugar, comprendiendo que, en asuntos de moral, no podemos aplicar la
relación numérica de las mayorías como se hace en la confección de las leyes y
en otros asuntos de tipo social. Aquí las mayorías no son definitivas. No se
puede, por ejemplo, obligar a nadie a acudir a un espectáculo deportivo o
religioso por el hecho de que le guste a la mayoría de los que forman la
comunidad.
Las
normas jurídicas obligan por mayoría, las religiosas obligan por fe, las
morales tienen que obligar por convicción personal y colectiva. Las reglas
éticas y morales, en realidad, tienen que convencer, no imponer.
La
pregunta sigue en el aire: ¿Cómo acceder a esa conciencia colectiva, a esos
principios morales que han de regir nuestros comportamientos personales y
colectivos? Pues desde la conciencia de cada uno. ¿De cualquier manera y en cualquier
situación? No, por supuesto. Para que la partida no tenga trampas, a las
conciencias hay que darles igualdad de oportunidades y contextos en los que
puedan desarrollar sus razonamientos, esos que les llevan a conclusiones firmes
y duraderas. Y solo se ofrecen dos caminos para ello: el de la educación y el
de la participación. Con la educación -es algo bien distinto de la instrucción
y de los títulos- estaremos creando conciencias críticas, preocupadas por la
mejora de cada ser y de la comunidad, y estaremos preparando las condiciones
para que las aportaciones de cada uno puedan ser tenidas en cuenta por los
demás, pues han de proceder de razonamientos serenos y no excluyentes y se
basarán con toda seguridad en argumentos racionales, humanos y accesibles a
todas las personas. Con la participación estaremos favoreciendo el intercambio
de las opiniones, de los razonamientos y de los mejores descubrimientos de cada
uno de nosotros. En este proceso habremos ganado la confianza de todos y
habremos asentado en la conciencia de cada uno una serie de verdades y de comportamientos
que ya han de ser irrenunciables y que han de pasar a formar parte de lo
consabido y de lo natural, de aquello que ya ni se discute porque se da por
convenido y por obligatorio por convencimiento.
Ya
tenemos el magma de una conciencia colectiva, de una moral cívica y social, de
un código no escrito en el que nos sentimos cómodos porque no es exclusivo ni
impuesto desde fuera, sino alcanzado poco a poco, con el roce diario de cada
conciencia con la de los demás. Se crea un proceso imparable que va elevando el
nivel de conciencia social y de moral colectiva en la que de poco sirven esas
expresiones políticas y sociales de “yo he ganado y tú has perdido”, o de
“apártate y deja trabajar hasta que ganes y entonces decidas tú”. Son
expresiones que no me invento y que recojo de algún representante social de
nuestra ciudad, tan lejos él de esa conciencia cívica participativa e
integradora. De nuevo emerge la figura del enfrentamiento en el que andamos
empeñados en esta nuestra sociedad de ganadores y de perdedores, de hacernos la
puñeta unos a otros con tal de ganar nosotros: en el comercio, en el amor, en
el deporte…, en todo. Me ahorro ejemplos que cada uno puede observar en sí
mismo y a su alrededor a poco que le dé por dar un paseo por nuestra ciudad. O
por cualquier otra.
A
los poderes tradicionales les tenemos que exigir no que nos impongan ninguna
moral, pero sí que favorezcan la educación de las personas de esa comunidad y
su participación en la vida de cada día y en la concepción y elaboración de los
proyectos de todo tipo: locales, diálogos, organizaciones libres, intercambios…
Participación y más participación.
Se
me dirá que algún grado de moral colectiva siempre ha existido. Por supuesto.
Pero, en el siglo veintiuno, queremos
negar las morales que excluyen cualquiera otra posibilidad que no sea la suya y
aquellas que alejan a todos los seres de
la colectividad de participar, en condiciones favorables y de igualdad, en la
creación de esa conciencia moral y ética para la persona y para la comunidad.
Por eso, convendría revisar algunos de esos grados de conciencia, para ver en
qué nivel nos encontramos y hacia qué metas nos podemos encaminar.
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