Leo
en cualquier medio de comunicación que “el 1% más rico tiene tanto patrimonio
como todo el resto del mundo junto”. La fuente que se cita es Credit Suisse,
que no es precisamente una panda de aficionados ni un grupo revolucionario
peligroso.
Lo
mejor sería no escandalizarse demasiado sino analizar las dimensiones y las
consecuencias. No es sencillo ni breve, pero se me ocurren algunas pinceladas.
Para
comenzar con la descripción, esto no es nada nuevo, y nadie, por tanto, debería
llevarse las manos a la cabeza por esta noticia. Lo único que hay nuevo es que
la desproporción sigue en aumento, pero el descalabro, la humillación, el
atropello, el desafuero, la inmoralidad… vienen de largo. No tenemos reaños
para abrir los ojos y para mantenerlos fijos en la imagen. Tal vez por defensa
propia y porque tal escándalo no lo podríamos soportar. Como, a pesar de todo,
esa inmensa riqueza circula por un sitio y por otro, cada cual anda intentando
acomodarse como puede en el artificio y procurándose un asiento un poco cómodo
en el gran teatro del mundo; de maneras diversas, acallamos nuestras
conciencias y hasta pedimos que todo cambie, pero para que no cambie nada y volvamos
a emprender la carrera loca de la posición privilegiada personal: que se
sosiegue la crisis para que YO pueda comprarme una casa, un buen coche, para
que pueda pagarme unas vacaciones a la orilla del mar y cuatro cositas más. ¿Y
los otros? Ah, eso, cada uno verá… Cambiar todo para que no cambie nada.
Pro
volvamos a las puntas del iceberg, a los ejemplos de la exageración, a los
casos que nos apabullan por su exceso.
Este
1% que controla prácticamente todo es el que orienta y dirige las grandes
decisiones, el que modela Estados, el que regula el comercio, el que decide
horarios, el que domina los medios que crean la opinión, el que hace subir y
bajar las transacciones, el que en un rato arregla o estropea la vida de
millones de personas, el que levanta mitos y regula creencias, el que… controla
y dirige la vida de la aldea global. Sus ramificaciones son tan poderosas que,
a veces hasta se les escapan de las manos. Poco importa: para eso están los de
segunda línea: los gerentes de…, los intermediarios, los testaferros, los
esclavos agradecidos, los…
¿Y
todo ello en nombre de qué o de quién? Pues aparentemente en nombre de la
libertad de comercio, de la libre circulación de capitales, de buenas
operaciones comerciales, de trabajo y esfuerzo continuados, y de mil
gilipolleces similares. Si hace falta -que suele hacer falta para acallar la
conciencia del más necesitado- lo adoban todo con gotas de religión, de la
tradicional o de la más moderna llovida desde los medios de comunicación.
Así,
el ser normal, que debería ser igual a todos, sencillamente por el hecho de ser
persona, se jibariza, se empequeñece, se anula, se acobarda, se apoca, se
desalienta, se abate… Y, o se retira a sus cuarteles de invierno personales y a
su pequeño mundo, o se acomoda como puede al sistema para sobrevivir haciéndole
el juego al propio sistema, o se rebela y toma la calle y otras cosas.
Porque
el meollo es el sistema, estas leyes de mierda que nos hemos dado, o que hemos
permitido permaneciendo en silencio mientras se promulgan, y esta convivencia
basada en el éxito personal mentiroso pues nunca se parte en igualdad de
condiciones y todo queda invalidado por esta desigualdad de origen. La clave
está en las ideas, en la filosofía que sustenta a este sistema.
Pero
cambiar el sistema, y más sabiendo que otras experiencias tampoco parecen el
paraíso, no resulta sencillo. Y ahí entra en canguelo e invaden la duda y la
vacilación.
Si
al menos no perdiéramos de vista el panorama, para limarlo cada día y para no
engañarnos con la limosna y el mercadillo limosnero de un día aislado…
Otra
vez refresco las palabras recientes de Emiliano Tapia: “Hay pobreza porque hay
riqueza”. Traducir el alcance de esta expresión no es difícil, pero implica
pensar en otra sociedad y en otra escala de valores.
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