La vida se derrama en malos
entendidos. Las palabras, los usos, los valores… Todo aproximaciones y solo
aproximaciones. Si no suple las deficiencias la buena voluntad, no hay manera
posible de crear un clima de confianza y de bienestar.
A diario charlamos con nosotros
mismos (menos) y con los demás (acaso demasiado). En las conversaciones cortamos
trajes verbales y sociales a todo el que se preste y se ponga por delante. No
siempre quedan bien parados ni aseados según sus merecimientos. Con demasiada
facilidad arreglamos el mundo en un momento y nos quedamos tan anchos y
contentos. Charlar continuamente es a la vez nuestra condena y nuestra gloria;
la palabra es el don de los dones y su uso correcto es nuestro mejor bien. Me
refiero no solo a los aspectos formales sino a las intenciones con las que lo
utilizamos. Sobre todo cuando se trata de retratar a personas concretas, de
carne y hueso, de esas que pueblan con nosotros las aceras, los días y las
noches.
Hay varias restricciones que
deberíamos imponernos. La primera tiene que ver con la certeza o falta de
certeza de los datos que utilizamos para emitir opinión acerca de una persona
concreta. ¿Cuántas veces partimos de un “me han dicho” o de un sí no
comprobado? Y, si los datos no son ciertos, ¿cómo se puede sostener después cualquier
opinión acerca de ellos? Qué bueno un “me faltan datos”, o “solo desde un
contexto determinado”, o una serena reserva de opinión.
La segunda se refiere a si eso
que vamos a expresar es algo bueno o malo. ¿Por qué un empeño excesivo en
destacar acciones negativas de nadie concreto? Incluso aunque sean ciertas.
Seguro que esa persona posee también cualidades positivas que podríamos
destacar. Un contraste tranquilo entre ambas no vendría mal a nadie y nos
llevaría a una reserva pudorosa de los rasgos negativos.
La tercera, y ya llueve sobre
mojado, tiene que ver con la consideración acerca de si eso, que tal vez no
sepamos si es cierto del todo ni que sea lo mejor aun siendo cierto, beneficia
o perjudica a alguien. Si cargamos las tintas en lo negativo, no parece que eso
pueda beneficiar demasiado a nadie pues
solo contribuirá al deterioro de su imagen. ¿Qué interés sano podemos tener en
ello?
¿Entonces, para qué? ¿Para qué
tanto corte de traje, tanto chismorreo y tanta falta de buena voluntad? Las
palabras son simples y muy pobres aproximaciones a las ideas que tenemos de las
cosas y saben muy poco de ellas; las ideas no son las cosas tampoco sino solo
nuestras aproximaciones mentales a ellas. En esos parámetros tan pobres nos
tenemos que mover y desarrollar nuestro día a día y nuestra existencia. ¿Cómo
poner demasiadas rigideces y paredes a las opiniones y a los hechos personales?
No se propone quedarse en el silencio:
la vida no lo permitiría pues es exactamente lo contrario, es la comunicación y
el intercambio. Solo se apunta a la buena voluntad y al sentido común como
elementos básicos de buena convivencia. Una vez más. Otra cosa es la rueda de
todas las ideas. A ellas hay que volver una y otra vez por si alguna vez nos pudieran
aclarar alguna duda o explicarnos algo de todo lo oscuro y escondido que por ahí
se halla. Pero eso no son trajes personales, es cosa bien distinta.
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