Mis ocupaciones me
han llevado durante el fin de semana a varios lugares. He estado también en
Madrid, en el norte de Madrid. También allí se suscitó la controversia acerca
de la figura de Fidel Castro, ahora que se ha producido su fallecimiento. Como
siempre, de todo un poco.
Me parece que se
simplifican demasiado las opiniones y que a casi todos nos faltan perspectiva,
conocimientos y amplitud de miras. Negar el valor de símbolo de Castro en
América latina, al lado mismo del todopoderoso imperio del norte, tal vez sea
una injusticia demasiado burda; no anotar, en su dilatadísima trayectoria,
comportamientos propios de las dictaduras tampoco parece sensato. Luces y
sombras, sombras y luces.
A mí me engancha
más la primera faceta, aquella que me lo presenta como impulsor del ánimo
colectivo y como negación al sometimiento de los más poderosos, esos que, desde
el otro lado del mar, empujaban y empujan casi todas las decisiones del mundo a
su antojo y conveniencia, aquella que, en mis años mozos, nos desperezaba y nos
hacía algo más soñadores y proclives a un cambio en el mundo, con las mejores
intenciones y con las mejores disposiciones anímicas ¿Cómo no ilusionarse con
todo lo que parecía representar lo que nos llegaba del otro lado del mar Caribe?
Lo mismo que de otros países hispanoamericanos. Aquello nos infundía ánimos y
nos animaba en la formación, en la protesta y en los sueños de un mundo mejor. Después,
además, conocimos el cambio en toda la vida cultural, la música, el deporte, los
servicios sociales (sobre todo la medicina), las ayudas internacionales…
Pero, ay, también
fuimos conociendo las decisiones unipersonales, el culto al líder, la cerrazón,
el escaso desarrollo económico, y, sobre todo, la falta de libertades
individuales y colectivas… Y eso truncó buena parte de la admiración hacia los dirigentes
de la isla.
¿Qué tiene el poder
para que casi nadie lo quiera soltar? ¿Por qué perpetuarse en la detentación
del mismo? ¿A qué conduce siempre eso?
Las escalas de
valores que se configuran con la renta per cápita como índice de medida no me
satisfacen y me parecen de una pobreza mental y de un egoísmo casi infinitos;
pero aquellas en las que falta la libertad individual, sobre todo en lo que a
la expresión se refiere, tampoco me parece que alcancen los mínimos exigibles.
Conjugar ambos extremos no resulta precisamente sencillo. Ni siquiera definir
sus límites. Porque de muy poco me sirve mirar el desarrollo económico del
llamado mundo capitalista, pues la desigualdad que crea le barre cualquier
brizna de moralidad y de honradez.
Tengo la impresión de
que también los líderes de los países capitalistas sienten un poco de envidia
ante estos otros líderes respondones, tal vez no tanto por las personas
concretas como por un oculto regustillo de que algo hay en lo que predican que
no tiene mala pinta. Como prueba de ello, ahí está buena parte de ellos en la
despedida.
Yo también me quedo
con esa pizca de ilusión que parece despertar una comunidad que se ilusiona
junta y que no se amilana ante los más poderosos. Lo de primer comandante, las
devociones personales y la eternización en el poder me quedan mucho más lejos.
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