martes, 1 de noviembre de 2016

UNO DE NOVIEMBRE EN LOS PICOS DE VALDESANGIL

   
La mañana se presentaba gris en los Picos de Valdesangil. Las nubes divagaban por el cielo y el viento se había ausentado de la altura. Por encima se adivinaba el sol, perezoso y sin fuerza. Abajo, todo el valle; y enfrente, la montaña. Los tiempos y los espacios, los espacios y los tiempos.
La primera línea del valle la ocupan las llanuras, con su verde tan niño y tan de fiesta después de las últimas lluvias y al cobijo de estas temperaturas tan suaves que tienen desconcertados a los árboles sin saber si desprenderse de sus hojas o mantener el manto entre sus ramas. Tan solo los fresnos se muestran en proceso de desnudo y las hileras de chopos amarillean en la ladera norte de los montes. Lo demás es pereza y asombro de los días, verde retardado en los árboles y menos colorido que otras veces.
Pero hoy es día de fiesta. De fiesta y de reencuentro. Allí abajo se adivina el cementerio; y, en él, la presencia de tantos visitantes ocasionales que vuelven al recuerdo y al paso del tiempo, un tiempo que hace presente de los días pasados; que mecen su memoria y se acunan en brazos del pasado. Pocas acciones hilan con tal fuerza el paso del tiempo y la división del mismo. En los primeros días de noviembre, en nuestros cementerios, todo el tiempo es presente. Aunque sea pasado por el tamiz del recuerdo, ese sueño calmoso que todo lo acomoda a su servicio y todo lo reinventa a su manera.
Dicen que solo el ser humano es capaz de dividir el tiempo en pasado, en presente y en futuro; y que el resto de seres, incluidos los animales, solo tiene presente y no alcanza ni a actualizar el pasado ni a adivinar el futuro. Tal vez la afirmación necesitaría algún matiz, pero parece que hay mucho de verdad en el aserto. Tan solo las personas son capaces de revisar el tiempo, de ponerlo a su servicio y de inventarlo todo. Y recuerdo de nuevo que tal vez el ser humano no haya traído al mundo otra cosa que la medida del tiempo.
Tan solo hay que dar un paso más para entender que, si estiramos el pasado y alargamos la idea o la imaginación del futuro, nos aparecen conceptos que se nos vuelven inabarcables y que tienden a lo absoluto. Y entonces nos perdemos. O tal vez inventamos lo que inventamos como consuelo para nuestras limitaciones y hasta para nuestros miedos. El tiempo se hace así pasión y sueño, calma y consuelo, concepto de lo eterno, el nombre y la figura que le damos a lo que deseamos que sea en la existencia, los atributos últimos que necesitamos que lo configuren, el dios entre los dioses.
Las gentes se congregan para encoger el tiempo, para que todo sea hoy presente, para que todo vuelva, siquiera por un rato, para sumar recuerdos y para recordar abrazos, para reconocer que aún hay un hilo con el tiempo y con los que las precedieron en el continuo flujo de los días.
El cementerio, el camposanto, en Béjar y en los demás sitios, estaba hoy lleno de tiempo. Pero la gente salía y se llevaba el tiempo dejándolo otra vez en su camino de olvido y de misterio.

Desde los Picos de Valdesangil y en recuerdo sentido de mis muertos, musité como un eco en el silencio: “Dios mío, qué solos se quedan los muertos”.

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