He vuelto a la caricia del almendro. Tengo cita anual y no
suelo perderla. Acaso este año me he retrasado un poco, pero al fin he acudido.
Y me estaba esperando, como siempre.
Parque de la Corredera. Calleja Gibraherrero, de viejas y
brumosas referencias. La regadera, con más caudal y brío que otras veces: son
las lluvias que marchan cantarinas camino de la mar y el horizonte. Algún perro
que va y viene al compás de sus impulsos. Cualquier pájaro alegre y distraído
que anima con sus cantos la mañana. Castaños del Paseo de la Fabril, con yemas aún
dormidas en las venas de los escuetos árboles (pronto será su turno)…
Allí, enfrente, en ventana de piedra y en pared vertical, me
saluda la incipiente floración del almendro. Aún anda legañosa y aturdida con
los primeros vagidos. Apenas si asoman las primeras flores y apuntan temerosas
nuevas yemas. Con el sol vendrán más pues llega con su luz a despertarlas, a
infundirles el ritmo de la vida, a confirmar su oficio de heraldos primerizos
de pronta primavera. No tardarán en atreverse y en perder el pudor para
vestirse de hermoso colorido. Y, cuando estén de fiesta ya continua, se harán
fragancia toda, y semen vegetal que cubrirá la tierra en cópula feliz y
germinal. Y animarán a todos que viven en el sueño a despertar alegres y a
vivir con la luz y con el agua.
Yo me marché con ella, con la flor primigenia del almendro,
hasta otras tardes de lejanos años, en los que yo vivía cada instante cerca de
su presencia. Y recordé, como hago cada año, la presencia sagrada de los que
compartían conmigo todo el tiempo, hoy tierra, como tú, flor del almendro, ya
hoy también nueva flor en el recuerdo.
El almendro despierta, lenta y gozosamente, a la vida, a la
conciencia exacta de la naturaleza. Tal vez también nosotros debamos despertar
nuestra conciencia, que es latido también de lo que existe, nace, vive y camina
hacia un destino incierto.
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