Parece que hay acuerdo general en afirmar que la lectura no
es mala, que no produce enfermedad y que no es fuente envenenada de
conocimiento y de activación de la conciencia. Hasta ahí el acuerdo, y poco
más. ¿Qué leer?, ¿cuándo leer?, ¿para qué leer?, ¿cuándo dejar de leer? Y así
hasta llenar la página de preguntas.
No estaría mal comenzar afirmando que la primera
consideración acerca de la lectura es la de que también se puede no leer; dicho
de otro modo, que no se cae el mundo si no se lee con frecuencia, aunque tal
vez esté más a merced del viento, de la lluvia y de los terremotos.
Tampoco sería descabellado reflexionar acerca de cómo
seleccionar las lecturas. No todas son iguales ni aportan elementos
productivos; algunas no hacen más que repetir estructuras y llevarnos a perder
el tiempo sin más. Cada uno tiene sus aficiones personales, pero los libros
aportan lo que aportan y a un ensayo no le podemos pedir lo mismo que a un
texto de los de autoayuda. ¿Cuántos ensayos se leen? ¿Cuántas novelas insulsas
triunfan y llenan los cajones de las editoriales de dinero? ¿Interesan los
textos de divulgación científica? ¿Y los filosóficos? ¿Y los poéticos? ¿Cuánto
interesa la literatura más próxima y cuánto nos dejamos llevar por la
pretendida fama de lo que viene de fuera? No es bueno escandalizarse ante nada.
Reflexión y consecuencias para cada uno. Pero el panorama es el que es.
Y, una vez engolfados en la lectura, ¿cuándo dejar de leer?,
¿hay que terminar todos los libros que empezamos? El libro es un proceso que se
va completando según se va componiendo, y su estructura cobra fuerza a medida
que desarrolla y traba elementos. En ese proceso también nos embarcamos
nosotros cuando empezamos la lectura y en él vamos madurando y nos vamos
integrando. Parece lógico, pues, que le concedamos algún tiempo de benevolencia
antes de cerrarlo y de olvidarnos de él. Pero también tenemos el derecho de
renunciar a la aventura y de dejar el libro abandonado a su suerte. Y hay
libros que, sin duda, se lo merecen. Por muy diversos motivos: extensión, falta
de tensión narrativa, esquema de valores insulso, farragosidad en la forma,
distancia mental entre obra y lector, demasiada experimentación…
En la práctica, ¿cuántos libros se quedan empezados y no
terminados? Para mi caso concreto, reconozco que no son demasiados, pero
también confieso que tendrían que haber sido bastantes más. Sin restarles valor
literario, admito mis dificultades, en su momento, para saborear algunos textos
de filosofía, mi falta de disposición anímica para el Ulises, de Joyce, o para la interminable En busca del tiempo perdido, de Proust, por citar algún ejemplo
notable.
El mundo de la lectura resulta tan complejo como confortable
y beneficioso, pero no es fácil tocar la tecla exacta para que la sinfonía no
produzca sonidos estridentes en el oído.
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