jueves, 16 de febrero de 2017

PROPONER, ARGUMENTAR, APROBAR


El Principio sirve para cualquier nivel, aunque he de reconocer que son dos los acontecimientos que me sugieren esta reflexión: las actuaciones de Trump en EEUU y la forma de gobernar que en esta ciudad estrecha en la que vivo desarrolla el PP.
Los sistemas democráticos se basan en la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones; unas veces lo hacen de manera directa y otras de manera representativa, a través de los partidos políticos. Algún nuevo partido basa buena parte de su éxito en el intento de dar mayor participación a sus afiliados y a sus simpatizantes; y parece que nos le va mal: no sé si, al menos en esto, todos podíamos aprender algo.
Pero vayamos a lo que ahora nos interesa. Sea de una forma o de otra, lo que indica en abecé de este régimen democrático es que, gane quien gane una contienda electoral, el desarrollo de la práctica política debe basarse en la presentación de iniciativas legales, en su discusión pública y contrastada, y en la votación final que desemboca en la aprobación de las mismas. Gobernar a base de impulsos y de lo que traiga el sol cada mañana ya supone subvertir el proceso democrático; no argumentar y contrastar en público es hurtar el valor de la razón y eliminar las razones tanto del equipo de gobierno como de los demás representantes públicos; la tercera parte, la votación, no es más que la consecuencia lógica de las dos primeras.
Tengo la impresión de que, en los dos ejemplos que he citado al comienzo y que me dan pie para esta breve reflexión, se falla casi en las tres partes. Desde luego, se hace en las dos últimas, y, fundamentalmente, en la segunda. Y, por desgracia, me parece que esta actitud responde a una concepción equivocada de ese régimen que llamamos democracia. Según esa concepción, se operaría de la siguiente manera:
a)      Es así que he ganado yo las elecciones, entonces el que manda y gobierna soy yo y todo lo demás sobra.
b)      Como lo demás sobra, no veo la necesidad de presentar iniciativas y mucho menos de discutirlas públicamente para intentar corregirlas, mejorarlas o dejarlas como están.
c)      Las votaciones, si se hacen, solo sirven para visibilizar mi superioridad, mi mayoría y mi mando.
Es, como se ve, una concepción estrecha y torticera de la participación y de la democracia. Faltaría una cuarta parte que viene a demostrar que, si no soy yo el que ha ganado, lo que hago es desinteresarme de todo (ahora no soy el jefe) y solo me esfuerzo en procurar derribar al contrario para volver a ser el jefe y reanudar el círculo vicioso.
Si fuera esencialmente verdad este breve esquema que planteo, desgraciadamente nos hallaríamos en una comunidad con baja participación, con esquemas de ordeno y mando y con zancadillas continuas porque lo que realmente importa es hacer tropezar no tanto las ideas (estas poco importan) como las personas. Y así…

Ahora solo hace falta aplicarse en descubrir qué tendencias políticas son las que practican esta reducción mental y comunitaria. Parece que los ejemplos citados apuntan ambos en la misma dirección. Que cada uno siga tirando del hilo de la razón y del sentido común y que actúe en consecuencia. Porque las cosas están como están porque los ciudadanos lo quieren. Y cada cual sabrá por qué.  

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