“Miren se acercaba caminando con pasos dominicales,
despreocupados, a la sombra de los tilos y esa me está mirando, pero va lista
si cree que voy a apartarme. Avanzaban en línea recta la una hacia la otra. Y
la numerosa gente que estaba en la plaza se percató. Los niños, no. Los niños
siguieron correteando y dando voces. Entre los adultos se formó un rápido
ovillo de bisbiseos. Mira, mira. Tan amigas que fueron.
El encuentro se produjo a la altura del quiosco de música.
Fue un abrazo breve. Las dos se miraron un instante a los ojos antes de
separarse. ¿Se dijeron algo? Nada. No se dijeron nada”.
Estas son las últimas palabras de la novela “Patria”, de Fernando Aramburu.
Doy cuenta de pocas de mis lecturas, que siguen siendo
continuas, pero hoy no me resisto. En sus 646 páginas, se ofrece un panorama de
la sociedad vasca en la época de los asesinatos de ETA. La mujeres que se
encuentran, se abrazan pero no se dicen nada son Miren, madre de un asesino
etarra, y Bittori, esposa de un asesinado por la banda. Tal vez la palabra
panorama sea demasiado pretenciosa pues lo que sucedió -y en parte, ay, sigue
sucediendo- tiene que responder a numerosos factores y acaso alguno no se vea
del todo reflejado en la novela. En todo caso, es una bajada a la tierra, un
vestirse de soldado raso para contar la guerra desde la realidad de las
trincheras. Porque en el conflicto sufren primero los asesinados, pero también
todos los familiares, y los conocidos, y los que viven cerca, y los que viven
lejos…, y supongo que terminarán sufriendo hasta los asesinos. Todo el mundo
termina implicado en un conflicto que pesa y pesará durante mucho tiempo en los
que lo idearon a través de la violencia y del gatillo como forma y medio para
conseguir un objetivo.
Es posible que la visión del conflicto no sea la misma desde
otras geografías, es posible. Pero en este caso el que lo relata pertenece a la
misma tierra en la que han ardido las hogueras, los odios, las ilusiones, las
brumas, los ensimismamientos y las entregas incondicionales a objetivos sin
definir y, desde luego, sin racionalizar.
Me cuesta pronunciarme desde lejos, pero todo lo que me llega
del conflicto en Euskadi, desde hace muchos años, me deja una imagen de aquellas
tierras brumosa, perdida en las sacristías, elemental, casi -perdón- cavernaria,
instintiva e inmediata, de gente buena pero ensimismada y al margen del espacio
y del tiempo. No puede ser. Tengo que estar equivocado. Porque también me
refleja el espejo la imagen de una gente con muy buen fondo y que termina
venciéndose a la ayuda y a la colectividad. ¿Por qué desde esa tosquedad y
desde ese primitivismo instintivo? Siento mucha pena y mucha desazón, pero
también un distanciamiento que no me empuja casi ni a la compasión. ¿En nombre
de qué tantos asesinatos y tantos muertos? ¿Pero qué tipo de gente se entregaba
y se inmolaba en la banda asesina? Pero si muchos no resisten ni una criba
intelectual mínima, ni por edad ni por formación; solo matar y matar en nombre
de una patria. ¿Qué es eso de la patria? ¿Dónde el padre de todos? Qué nivel
tan instintivo, tan provinciano, tan aldeano, tan…
Y no hay arreglo sin el silencio y sin el perdón. Y no hay
perdón sin el reconocimiento de los errores, diversos pero nunca equidistantes.
Tal vez por eso, en un guiño optimista, las dos mujeres, amigas y antagonistas,
se acercan, se abrazan, se miran, pero se marchan sin decirse nada. ¿Tendrá
arreglo el conflicto? Porque el conflicto, aunque sin muertos físicos, sigue
activo. ¿Cuántos años de silencio se necesitarán para que la catarsis, si es
que se produce, consiga frutos duraderos?
El espejo aún no me devuelve sensaciones del todo positivas.
N.B. No he escrito ni una consideración literaria acerca de
la novela. Espacio manda. Pero anotaré como valor principal para mí el flashback
continuo que usa el autor y que le permite incluir en la novela cualquier punto
de vista personal y literario, las más diversas técnicas y una continua ida y
venida en los hechos reales y en el recuerdo de los mismos. Para otra vez será.
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