Ese roce continuo con las cosas que lleva a
ser familia de las mismas, carne de sus entrañas y causa de que sigan
existiendo, me lleva muchas veces, sin quererlo, a olvidarme sin causa de que
están a mi lado y de que van conmigo, gastándose y gastándose hasta el día
impreciso en el que todo es gris y todo es nada.
La costumbre se tiñe de inconsciencia, de
abandono y de abulia, y todo va pasando simplemente, como pasan las cosas que
apenas si consiguen tener algún sentido.
Hay veces, sin embargo, en las que algo te
altera, te llama la atención, te desconcierta y hasta, si te descuidas, te da
una bofetada y te espabila. Son esas mismas cosas anodinas, de las de andar por
casa, de las de todo a cien, de las que en mercadillo se dan al por menor, las
que te dan noticia de que algo está pasando y no te enteras, de que se va la
vida a borbotones y tú aquí tan cachazas y al amparo del sol que más calienta. Es
acaso una esquela en la pared de enfrente, un viejo conocido que vuelve a
saludarte con una cara nueva ya surcada por esos sinsabores o alegrías que van haciendo
arruga, un traje que no sirve o no se lleva, la película antigua en la que
apenas ni tú te reconoces, un cualquiera que ya no te saluda, o que te da dos
besos y tú no sabes bien de quién se trata, un camino que cansa sin motivo
preciso pues antes era solo un buen paseo, esa llamada rara que invita a lo que
ya no te interesa… Todo entonces se vuelve de otra edad y adquiere otras
medidas.
Tan solo hace unos días cumplí con ese
oficio de hacerme otro carnet. Tal fecha y a tal hora reservada. Una fotografía
y once euros. Pulse con ese dedo y déjelo correr. Rellene esa otra ficha y
ponga bien sus datos. Firme como hace siempre. Aquí está su carnet, muy buenos
días. La atenta funcionaria me cortó en las esquinas mi viejo y más antiguo, y
me entregó uno nuevo, con huellas digitales y algunos adelantos electrónicos.
Salí con diligencia hasta la calle. Hacía frío.
Me esperaban mi casa y mi butaca. Pensé en tirar al cubo de basura el carnet
mutilado. Para qué lo quería… Lo saqué del bolsillo y, en la mesa, lo vi junto
al más nuevo. Yo era el mismo en los dos y me miraba. Miraba hacia el antiguo y
era joven, miraba hacia el más nuevo y no lo era. Y entonces mi mirada era un
continuo de idas y venidas; hacia lo más lejano, hacia lo más presente. Y yo
allí sustentando ambas verdades.
Otro tanto me pasa con los libros que no
hablan de verdades absolutas y colman sus anhelos con simples historietas en
espacios y tiempos que se han ido. Muchos me dejan triste, sin resuello, como
si apenas ya me interesaran, pues tengo la certeza de que ahora esos hechos ya
no me pertenecen.
Cómo han pasado los años. Es aroma y sonido
de canción. También de la canción que voy cantando, poniendo sin saberlo muchas
notas en esa sinfonía inacabada que forma cada vida. También la mía en sus
diversos planos, en su obertura incierta y ya lejana, en sus tiempos alegres,
ma non troppo, y en sus cambios de clave. Es la vida que pasa, que no es poco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario