Corren malos tiempos para la lírica, se oye
decir con cierta frecuencia. Se emplea el dicho en sentido amplio, no solo en
el estricto de la creación literaria y específicamente lírica.
Me quedaré hoy en el sentido literal de la
expresión. Y aún más, en la relación entre creadores y críticos de poesía (en
general, de cualquier tipo de poesía).
Diré otra vez que hoy se escribe más poesía
que nunca, tanto buena como mala. Las circunstancias lo permiten y lo explican.
Afirmaré también que son pocos los que la leen y la comentan, aunque estos se
aplican en cantidad y demuestran ser avezados lectores y comentaristas. En buena
parte, los formatos poéticos se han trasladado a las canciones y a los nuevos
rapsodas raperos, en demasiadas ocasiones cargados de ripios y de lugares
comunes. Estoy ahora pensando en las formas de expresión poética tradicionales.
Y me pregunto si un buen poeta debe ser
también un buen crítico literario y dedicar esfuerzos al comentario de las
creaciones, sean propias o ajenas. Se suele decir que mucha racionalización
termina por matar la imaginación y el impulso libérrimo de la creación, y que
una lírica demasiado pegada al raciocinio se queda un poco helada y no incendia
la satisfacción del lector.
También aquí tengo dudas y me faltan
respuestas. Me consuela -solo algo- comprobar que es algo que les sucede a
muchos. Ahí sigue pendiente de solución la disputa literaria entre poesía como
comunicación y poesía como conocimiento o descubrimiento. Tal vez le busquemos
tres pies al gato y queramos aquilatar demasiado lo que sigue siendo mezcla de
ambas cosas.
¿Cómo no imaginar a un creador (quiero decir
de los que merecen tal nombre) que conoce los sistemas de producción, que se
rige en la vida normal por leyes comunes a los demás, que sabe que la causa A
produce la consecuencia B o que una escala de valores produce una forma de vida
determinada? ¿Hay algo, tal vez, totalmente espontáneo, que surja ex nihilo?
¿Se ha de partir de la nada? ¿Se ha de seguir un camino en el desarrollo que no
sea reconocible por el creador y menos por los receptores?
Y, a la vez, ¿cómo no imaginar que un
descubrimiento deslumbrante en el camino de la producción es lo que realmente
merece la pena, que el gozo o el sufrimiento en esa senda es lo que justifica
el recorrido, que dejarte llevar por los impulsos te sitúa en predios
desconocidos y en situaciones regidas por reglas especiales?, ¿cómo no defender
que el total de la carrera tiene otro aroma, otros colores y otro latido más
hondo en la creación poética?
¿Qué debe hacer, pues, el poeta, apartarse
de la labor crítica? ¿Y el crítico, apartarse de la labor creativa? ¿No hay
posibilidad de conjugar ambas pasiones? ¿Habrá que separar ambos trabajos y
obligar a que el poeta cante y a que el crítico analice?
La práctica demuestra que ambos trabajos
tienen roces frecuentes y muchos creadores (no solo los poetas) desearían
mandar a los críticos a lugares poco agradables, pero estos no se agotan y
siguen orientando las creaciones y los gustos del público. En esa rueda estamos
y seguimos. Malo es que los creadores sean simples bombillas que no saben de dónde
procede la luz. Lo mismo sucede con los críticos que enjaulan la imaginación y
la someten a reglas mostrencas, descorazonando así el latido especial de la
emoción. Y mucho más si, además, quieren crear escuela y pontifican.
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