miércoles, 14 de noviembre de 2018

ALGO ES ALGO



El otoño es propicio para que la muerte haga de las suyas. Parece como si las personas tuvieran un ciclo similar al de los árboles y en esta época se pusieran también amarillas, del color de la muerte. Después, cualquier tambaleo las sacude y las derriba, las deja inertes y cara al suelo. De hecho, en estas fechas no es raro ver los paneles de las calles con varias esquelas, como muestras de que andamos en tiempo de recogida de personas para la muerte.
Ante esas esquelas, con resúmenes familiares y datos de ritos, la gente se para y dedica unos momentos a la identificación del nombre que las preside. Fulano, citano, el dueño de tal establecimiento, el que trabajaba en aquel otro sitio… Después, la relación y esa cierta obligación de acompañar unos momentos a los familiares en tanatorios o iglesias. Al día siguiente, nada o casi nada. Solo la renovación por otros nuevos papeles que incitan al mismo rito de parada, mirada, consideración rápida y alejamiento.
El desarrollo de la vida nos enfrenta con perspectivas muy distintas, según la persona a la que estemos haciendo referencia. Nuestro círculo es reducido y no siempre ponemos mientes ni siquiera en lo que tenemos más cerca. Pero, al menos en este contexto, solemos distinguir hechos, hacemos valoraciones constantes, cortamos trajes a medida, estimamos más a unos que a otros, clasificamos en buenos y malos…; hacemos de la vida un acordeón que comprimimos o extendemos según nuestras conveniencias. Muchísimas veces, también en estos contextos tan próximos, actuamos desde el desconocimiento y desde la ignorancia, desde la estrecha ventana personal por la que queremos hacer pasar toda la vida. El universo visto desde un agujero. Y ya cargados con toda esa ignorancia, actuamos como si los otros no escondieran para nosotros ningún ángulo oscuro. Enseguida llegan los malos entendidos y la niebla. A ello añadimos -tal vez cada día más- las luces continuas con las que los medios nos deslumbran acerca de un reducido número de personas lejanas y virtuales. Con todo ello vamos tejiendo un vestido a la vida, a la general y a la propia, que tal vez sean la misma y única.
La muerte posee un poder igualatorio que impresiona. Todas aquellas diferencias que advertimos y que defendíamos con pasión se van diluyendo, se van cribando y desapareciendo para quedar ante nuestras mentes tan solo algunas notas de distinción que, cada día que pasa más, se convierten en ideas que anulan las figuras de carne y hueso. Si uno enfrenta dos fotografías de personas conocidas, enseguida será capaz de apreciar diferencias personales físicas y mentales; si no lo hacemos así y solo juntamos el recuerdo de ambos, veremos que los detalles se han esfumado, que lo que nos llega es cada vez más vago y difuso. Terminamos quedándonos con dos o tres elementos mentales y poco más.
Unos fueron reyes y otros súbditos, unos fueros ricos y otros pobres, unos fueron guapos y otros feos, unos fueron listos y otros torpes… Poco importa, la diversidad se vuelve casi nada y todo se estrecha hasta la idea delgada y casi abstracta.
No estamos educados para enfrentarnos a la muerte; y, sin embargo, todo está medido a partir de ella; no desde el nacimiento, sino desde la idea de la muerte. El nacimiento no es buscado ni sentido ni conocido ni pensado; la muerte, en cambio, es el eje que nos conduce a todos y que nos modela en lo que llamamos vida. Al menos deberíamos agradecerle ese poder igualatorio que posee, esa manera de quitarnos los humos a todos, esa forma implacable de darnos a todos un significado similar. Si bien lo pensamos, todos seremos seres dignos y hasta ejemplos para los demás tan solo con que el recuerdo seleccione lo mejor y tire al cesto de los papeles lo menos bueno. La muerte es un gran aliado para ello. Algo es algo.

1 comentario:

mojadopapel dijo...

En eso tienes razón, y nunca había pensado que la vida nos diferencia y la muerte nos iguala, y es curioso que nadie deseé la muerte.