El otoño es propicio para que la muerte haga de las suyas. Parece como
si las personas tuvieran un ciclo similar al de los árboles y en esta época se
pusieran también amarillas, del color de la muerte. Después, cualquier tambaleo
las sacude y las derriba, las deja inertes y cara al suelo. De hecho, en estas
fechas no es raro ver los paneles de las calles con varias esquelas, como
muestras de que andamos en tiempo de recogida de personas para la muerte.
Ante esas esquelas, con resúmenes familiares y datos de ritos, la gente
se para y dedica unos momentos a la identificación del nombre que las preside.
Fulano, citano, el dueño de tal establecimiento, el que trabajaba en aquel otro
sitio… Después, la relación y esa cierta obligación de acompañar unos momentos
a los familiares en tanatorios o iglesias. Al día siguiente, nada o casi nada.
Solo la renovación por otros nuevos papeles que incitan al mismo rito de
parada, mirada, consideración rápida y alejamiento.
El desarrollo de la vida nos enfrenta con perspectivas muy distintas,
según la persona a la que estemos haciendo referencia. Nuestro círculo es
reducido y no siempre ponemos mientes ni siquiera en lo que tenemos más cerca.
Pero, al menos en este contexto, solemos distinguir hechos, hacemos
valoraciones constantes, cortamos trajes a medida, estimamos más a unos que a
otros, clasificamos en buenos y malos…; hacemos de la vida un acordeón que
comprimimos o extendemos según nuestras conveniencias. Muchísimas veces, también
en estos contextos tan próximos, actuamos desde el desconocimiento y desde la
ignorancia, desde la estrecha ventana personal por la que queremos hacer pasar
toda la vida. El universo visto desde un agujero. Y ya cargados con toda esa
ignorancia, actuamos como si los otros no escondieran para nosotros ningún ángulo
oscuro. Enseguida llegan los malos entendidos y la niebla. A ello añadimos -tal
vez cada día más- las luces continuas con las que los medios nos deslumbran acerca
de un reducido número de personas lejanas y virtuales. Con todo ello vamos
tejiendo un vestido a la vida, a la general y a la propia, que tal vez sean la
misma y única.
La muerte posee un poder igualatorio que impresiona. Todas aquellas
diferencias que advertimos y que defendíamos con pasión se van diluyendo, se
van cribando y desapareciendo para quedar ante nuestras mentes tan solo algunas
notas de distinción que, cada día que pasa más, se convierten en ideas que
anulan las figuras de carne y hueso. Si uno enfrenta dos fotografías de
personas conocidas, enseguida será capaz de apreciar diferencias personales físicas
y mentales; si no lo hacemos así y solo juntamos el recuerdo de ambos, veremos
que los detalles se han esfumado, que lo que nos llega es cada vez más vago y
difuso. Terminamos quedándonos con dos o tres elementos mentales y poco más.
Unos fueron reyes y otros súbditos, unos fueros ricos y otros pobres,
unos fueron guapos y otros feos, unos fueron listos y otros torpes… Poco
importa, la diversidad se vuelve casi nada y todo se estrecha hasta la idea
delgada y casi abstracta.
No estamos educados para enfrentarnos a la muerte; y, sin embargo, todo
está medido a partir de ella; no desde el nacimiento, sino desde la idea de la
muerte. El nacimiento no es buscado ni sentido ni conocido ni pensado; la
muerte, en cambio, es el eje que nos conduce a todos y que nos modela en lo que
llamamos vida. Al menos deberíamos agradecerle ese poder igualatorio que posee,
esa manera de quitarnos los humos a todos, esa forma implacable de darnos a todos
un significado similar. Si bien lo pensamos, todos seremos seres dignos y hasta
ejemplos para los demás tan solo con que el recuerdo seleccione lo mejor y tire
al cesto de los papeles lo menos bueno. La muerte es un gran aliado para ello.
Algo es algo.
1 comentario:
En eso tienes razón, y nunca había pensado que la vida nos diferencia y la muerte nos iguala, y es curioso que nadie deseé la muerte.
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