sábado, 10 de noviembre de 2018

LAS VOCES DEL PASADO



El ser humano se empeña en desentrañar el secreto del origen del pasado, de qué fue aquello que sucedió en el principio y de cuándo se produjo eso del origen. Si lo supiéramos, tal vez todo lo demás lo tendríamos más a nuestro alcance y más entre las manos. Pero, ay, no hay manera de pillar la magia de ese misterio; acaso porque no hubo origen, o no somos capaces de imaginarlo siquiera, tal vez porque excede a nuestras cortas posibilidades. ¿En el principio era el caos? ¿O el Caos? ¿En el principio era el Verbo? ¿En el origen era la sombra? No hay manera.
Pero para casi todos nosotros el pasado se reduce a algunos episodios de hace nada, a algunos sucesos que hemos vivido y a algunos conceptos que nos ayudan a imaginar algunas otras cosas que saltan los muros de nuestra biología. Poco más. Qué pobres y qué limitados.
Y de ese pasado, ¿qué seleccionamos para el presente? Porque el pasado lo mantenemos solo en los elementos que nos llegan y nos hieren en el momento. Lo demás lo tamizamos, lo hacemos endeble, le damos distancia, lo arrinconamos… y lo olvidamos. En ese momento deja de formar parte de cualquier apartado del tiempo que queramos inventar. De modo que el pasado podríamos decir que tiene límites, que pesa y mide y ocupa espacio. Por eso vamos sacando del almacén la ropa vieja para dar cabida a otra que va llegando con el camión de la mudanza de los días.
Me pregunto de nuevo qué selección hacemos y qué estanterías fijamos para colgar la ropa del recuerdo. En una preferente seguro que se colocan las imágenes. Ahí, bien planchaditas y dispuestas para salir a escena cuando las requiera la memoria. Otro cuarto repleto sería el de las palabras, esas que quedan escritas o en frases con cloroformo, de las que cada cual guarda unas cuantas memorables. Y así otras tantas salas.
Pienso en el almacén de los sonidos, en cómo conservar las entonaciones, los silencios o los timbres de aquellas personas que queremos que mantengan nuestro pasado.
Yo recuerdo a mis padres en imágenes, en las fotos que guardo en mi memoria o en la pared del estudio en que ahora escribo. Y los miro y los traigo hasta mi mesa, y les cuento mis cuitas o les leo los versos que acompañan a esas imágenes y tantos otros que he compuesto para ellos, y los veo en los días diversos, con sus ropas a cuestas o sus risas o enfados por medio del pasillo de la casa. Creo que voy a conservar las imágenes en mi memoria para siempre sin muchas dificultades.
Pero, ¿y sus voces? Mi madre tenía un tono sereno y de mujer cansada. No lo tuvo siempre. Al final de sus días, algo la empujó a no dejar su espacio a los silencios. De noche y de día repetía los sonsonetes a que le obligaba su cerebro, en una letanía interminable. ¿Cuál era la voz real de mi madre? Ya no sé definirla claramente, se me escurren a chorros los detalles.
Otro tanto me ocurre con la voz del pasado de mi padre.
Y así no puedo hablar con ellos sin saber si me escuchan realmente y sobre todo si son ellos los que me contestan y me cuentan sus cosas como entonces.
Para intentar oírlos, me quedo en el silencio por un rato, apago la música y escucho. Me llegan rumores y sonidos que no sé si responden con certeza a la voz de mis padres. Y quiero hablar con ellos con palabras, oírlos como entonces, con sus señas más personales, con las señales que me certificaban que eran ellos, mis padres.
Quisiera rescatar para un fondo sonoro la voz aquilatada de mis padres y ponerla de fondo en mi estudio cada día, para unir el pasado con el presente de mis días y no desdibujar en nubes y nieblas todo lo que me ha precedido en el más reciente paso del tiempo. Creo que no encontraría otra música más agradable. Yo bailaría con ella y me dormiría con ella cada noche, con el arrullo hermoso de sus voces sonando en mis oídos.

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