¿De verdad que no tenéis nada procrastinado? Pero, hombre, por favor, no
me digáis eso que me hacéis coger complejos. Yo tengo procrastinado casi todo,
y es por culpa mía: esa costumbre maldita de llegar siempre tarde a las cosas.
¿Ya vais cogiendo el hilo?
N. está leyendo una novela de Eva García Sáenz; en ella resulta que
alguien tiene procrastinado algo y lo expresa. N. acude a mí para que le aclare
qué es eso de procrastinado. Me quedo como atolondrado: es la primera vez que
oigo (o al menos que escucho) tal palabro. Me dan ganas de soltar cualquier
improperio contra la escritora por acudir a usos tan raros. Me lo pienso y
añado unos segundos de silencio. Decidimos buscar en el diccionario, por mi
parte con la esperanza de que no exista tal entrada.
Pero ejerzo mi curiosidad y mi inercia de filólogo y de lector, e inicio
la búsqueda etimológica. Enseguida aparecen las primeras pistas: “pro”, “cras”,
prefijo y adverbio latinos de uso frecuente. Lo demás ya casi se nos da por
añadidura. A pesar de todo, me acerco al diccionario y completo. Sí que existe
la palabra; es mi ignorancia la que me deja en mal lugar. Procrastinar:
diferir, aplazar. Claro, ahora parece evidente y sencillo. Qué brutito yo. A
partir de ahí, procrastinación, procrastinado…
Me sucede con alguna frecuencia: el vocabulario ni está ni va a estar
nunca en mi cabeza; tan solo vivirá en mí un tanto por ciento reducido del
mismo.
Y, una vez aclarados la etimología y el significado de la palabrita,
empiezo a jugar con ella. La oigo sonar en su expresión fonética como si
estuvieran asándose las castañas en estos días de principios de noviembre.
Saltan y saltan, y quedan procrastinadas para servir de alimento un rato más
tarde. Casi me saltan encima las chispas de las erres y del agudo. Me gusta la
sonoridad de tanta erre, aunque no las veo rodando sino saltando y golpeando
contra objetos sólidos. Y al final, ¡plas!, costalazo y golpe seco: ¡procrastinar!
Estoy oyendo y viendo un fenómeno parecido al gratinado en su última fase.
Como entra a formar parte de mi vocabulario, quiero buscarle amistades y
la emparejo con sus sinónimos, esos que me son más familiares. A los que la
definen añado alguno más: dilatar, retardar, posponer, demorar, atrasar… No la
miran con muy buenos ojos sus compañeras, quizá por ese aire arrogante que
destila. Pero poco a poco se harán al roce. Y, ya se sabe, el roce hace el
cariño.
Me intereso después por aquellas tareas que yo pueda tener
procrastinadas y cuáles pueden ser más apropiadas para el ejercicio de la
procrastinación, que casi me hace revivir un ejercicio religioso largo de
cristianización o algo así. Y así ya tengo una pequeña familia léxica que me
evoca todo aquello que no debería dejar para más tarde y todo lo que puede
esperar. Y me vienen a la mente las expresiones que me aconsejan ambas cosas:
“No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy” o “El cielo puede esperar”, e
incluso aquella otra más desinhibida que reza así: “¿Para qué hacerlo hoy si lo
puedo hacer mañana?”.
El caso es que me enredo y me siento en el rincón de pensar, en el que
tengo una mesa con tantas y tantas ideas, que andan siempre procrastinadas y
nunca terminan de procrastinarse. Porque, si bien se mira, el mundo está
procrastinado y no sabemos quién lo procrastinará. Pero bien sabemos que el
procrastinador que lo procrastine buen procrastindador será.
Yo, ahora mismo, ando de procrastinación un poco hasta el gorro, para
qué voy a mentir. Así que me retiraré del barullo y ya veré la forma de
procrastinar menos y de espabilar más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario