martes, 6 de noviembre de 2018

PROCRASTINAR



¿De verdad que no tenéis nada procrastinado? Pero, hombre, por favor, no me digáis eso que me hacéis coger complejos. Yo tengo procrastinado casi todo, y es por culpa mía: esa costumbre maldita de llegar siempre tarde a las cosas. ¿Ya vais cogiendo el hilo?
N. está leyendo una novela de Eva García Sáenz; en ella resulta que alguien tiene procrastinado algo y lo expresa. N. acude a mí para que le aclare qué es eso de procrastinado. Me quedo como atolondrado: es la primera vez que oigo (o al menos que escucho) tal palabro. Me dan ganas de soltar cualquier improperio contra la escritora por acudir a usos tan raros. Me lo pienso y añado unos segundos de silencio. Decidimos buscar en el diccionario, por mi parte con la esperanza de que no exista tal entrada.
Pero ejerzo mi curiosidad y mi inercia de filólogo y de lector, e inicio la búsqueda etimológica. Enseguida aparecen las primeras pistas: “pro”, “cras”, prefijo y adverbio latinos de uso frecuente. Lo demás ya casi se nos da por añadidura. A pesar de todo, me acerco al diccionario y completo. Sí que existe la palabra; es mi ignorancia la que me deja en mal lugar. Procrastinar: diferir, aplazar. Claro, ahora parece evidente y sencillo. Qué brutito yo. A partir de ahí, procrastinación, procrastinado…
Me sucede con alguna frecuencia: el vocabulario ni está ni va a estar nunca en mi cabeza; tan solo vivirá en mí un tanto por ciento reducido del mismo.
Y, una vez aclarados la etimología y el significado de la palabrita, empiezo a jugar con ella. La oigo sonar en su expresión fonética como si estuvieran asándose las castañas en estos días de principios de noviembre. Saltan y saltan, y quedan procrastinadas para servir de alimento un rato más tarde. Casi me saltan encima las chispas de las erres y del agudo. Me gusta la sonoridad de tanta erre, aunque no las veo rodando sino saltando y golpeando contra objetos sólidos. Y al final, ¡plas!, costalazo y golpe seco: ¡procrastinar! Estoy oyendo y viendo un fenómeno parecido al gratinado en su última fase.
Como entra a formar parte de mi vocabulario, quiero buscarle amistades y la emparejo con sus sinónimos, esos que me son más familiares. A los que la definen añado alguno más: dilatar, retardar, posponer, demorar, atrasar… No la miran con muy buenos ojos sus compañeras, quizá por ese aire arrogante que destila. Pero poco a poco se harán al roce. Y, ya se sabe, el roce hace el cariño.
Me intereso después por aquellas tareas que yo pueda tener procrastinadas y cuáles pueden ser más apropiadas para el ejercicio de la procrastinación, que casi me hace revivir un ejercicio religioso largo de cristianización o algo así. Y así ya tengo una pequeña familia léxica que me evoca todo aquello que no debería dejar para más tarde y todo lo que puede esperar. Y me vienen a la mente las expresiones que me aconsejan ambas cosas: “No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy” o “El cielo puede esperar”, e incluso aquella otra más desinhibida que reza así: “¿Para qué hacerlo hoy si lo puedo hacer mañana?”.
El caso es que me enredo y me siento en el rincón de pensar, en el que tengo una mesa con tantas y tantas ideas, que andan siempre procrastinadas y nunca terminan de procrastinarse. Porque, si bien se mira, el mundo está procrastinado y no sabemos quién lo procrastinará. Pero bien sabemos que el procrastinador que lo procrastine buen procrastindador será.
Yo, ahora mismo, ando de procrastinación un poco hasta el gorro, para qué voy a mentir. Así que me retiraré del barullo y ya veré la forma de procrastinar menos y de espabilar más.

No hay comentarios: