La Universidad de Salamanca (USAL) cumple su octavo centenario. Lleva
todo el año de celebración en celebración y debe de andar ya casi agotada con
tanta efeméride y tanto festejo. Tengo algún prejuicio cada vez que aparece la
imagen de la universidad española; pero ocho siglos son ocho siglos y su
historia está cuajada de hechos, conceptos, adelantos, atrasos, visiones,
creaciones… de todo tipo. Y en Salamanca más. Repasar la nómina de los que por
ella han pasado asusta y reconforta a la vez. Y acaso aún más si se considera
como centro integral de influencia en toda la historia de España. De modo que
el balance resulta claramente positivo. Y eso que, en algún momento, estuvo a
punto de desaparecer.
Hoy me interesa pararme a considerar que, por puro azar geográfico, temporal
y social, yo formo humildemente parte de esa historia extensa y variadísima de
gentes que han pasado por sus aulas, que se han formado en ellas y que han
impartido clases en ella.
Los últimos años del franquismo me vieron subiendo y bajando las escaleras
de Anaya (paseé también por las aulas de derecho, pero soy de Anaya y de
letras, lo confieso), asistiendo a asambleas en Anayita, observando los últimos
coletazos de la dictadura y comprobando cómo día a día aquello se venía abajo.
Allí se concretaron muchas cosas de tipo personal y colectivo, y de asuntos
académicos y sociales. A mi mente acuden imágenes de clases con el libro de
texto y las indicaciones directas que me atrevía a hacer a algunos estudiantes acerca
de lo inútil de escribir literalmente apuntes cuando eso mismo estaba ya muy
bien reflejado y redactado en el libro, o aquellas huelgas interminables y no
demasiadas veces bien justificadas. En más de una ocasión, defendí públicamente
la bondad de empezar las vacaciones de Navidad el mismo día que se ponía a
votación su aplicación en asamblea, si es que lo que se debía imponer era la
simple voluntad de los votantes y no el razonamiento y las causas que las
justificaran; la perplejidad se apoderaba del ambiente ante propuesta tan
imprevista. O algunas de las clases desiguales de profesores varios; desde la
de aquel que se negó a impartirla el día que se olvidó en su casa los apuntes,
hasta la del que llenaba el aula fuera cual fuera la hora en que la impartía,
con sus labios bordeados de espuma y su sabiduría e ilusión a cuestas. En
gloriosa ocasión escribí al decano para exigir explicaciones de por qué no
comenzaban las clases a su tiempo. No hubo contestación, pero la carta andará
entre los fondos escondida. Son simplemente anécdotas del libro de los días.
Por primera vez en la larga historia de la universidad, por aquellos
años acudíamos a ella jóvenes de todo tipo (ah, las becas salario, por ejemplo),
se empezaba a romper la exclusividad, pero se visualizaban grupos e intereses
muy diferentes. Incluso entre facultades. Las licenciaturas “técnicas”
escaseaban y en Salamanca las facultades de letras mantenían su prestigio por
trayectoria y maestros. Tuve la suerte de tenerlos de todo tipo, muchos
excelentes y prestigiosos; otros no tanto, pero a todos les debo
agradecimiento. Por ello, tal vez, se mantuvo durante muchos años aquello de la
excelencia del título por Salamanca. No sé si queda mucho de esa idea prefijada,
ni en realidad me importa demasiado.
En ella impartí clases durante varios años, en Cursos Internacionales.
Tuve alumnos de todas las partes del mundo y la oportunidad de compartir
visiones muy diferentes de la realidad. Creo que eso enriquece a todos; desde
luego a mí. Haber aprobado oposiciones para un puesto en otro centro y algunas
historias personales que recordar no quiero y que no vienen al caso me alejaron
de sus aulas para encauzar de otra manera mi actividad profesional. Todavía
volví a la facultad para alcanzar algún título más y para realizar mis cursos
de doctorado y, en algún caso posterior, se me encargó la docencia de algún
curso. En fin, tantas historias personales…
Vuelvo la vista atrás y, tal vez con las gafas de abuelo cebolleta, me
veo casi siempre con algún asidero a esa universidad, gloriosa por el tiempo y
por tanto como en ella se ha cocido y creado. Los que hemos estudiado letras y
nos movemos en el mundo de las humanidades estamos si cabe más de enhorabuena:
muchísimos de los referentes profesionales pasaron por sus aulas, han sido y
son nuestros colegas, y eso obliga muchísimo, por respeto y decencia.
Yo soy solo uno más, uno de tantos, que acaso se sumergió en sus aguas y
en su ambiente y que creyó ver que su esencia era y es la propuesta, la visión
siempre abierta de las cosas, la razón y el diálogo por encima de todo dogma
impuesto, la curiosidad como eje y empuje de la vida, la honestidad como arma
cargada de futuro y un poco de humildad como formato para atacar la vida.
Me gustaría pensar que la universidad pasó por mí y no solo que yo pasé
por la universidad: son cosas tan distintas…
Después la vida sigue. En Salamanca o en cualquier otro sitio. Y hay que
llenarla siempre de espíritu inquieto y razonado; si no, solo serán los títulos
colgados en la pared de enfrente. Eso es muy poco, demasiado poco, casi nada.
Mejor que en el camino nos acompañe siempre el espíritu de Salamanca, el que
fueron creando los maestros aquellos que regaron sus aulas de saber y
constancia. Son ya ochocientos años, una historia muy larga. En una esquinita
humilde del camino me encuentro con mis pasos por sus aulas y sus claustros.
Que sus ecos me sigan donde quiera que vaya.
No hay comentarios:
Publicar un comentario