EL SENCILLO PLACER CON QUE
LOS MIRO
Cuando hay lluvia y las nubes
se funden y se vierten en el suelo,
vienen a descubrir que hay otra forma
de mirar lo que pasa por la vida;
mojan de amor las calles, las aceras
de prisas, de figuras fugitivas
que se dicen adiós, sin preocuparse
de todo lo del cielo y de la altura.
A imitación del modo de las nubes,
yo también bajo al suelo y me detengo
a contemplar lo hermoso que hay en cada
humilde cosa que hace nuestra vida,
de esa vida que habita y que nos roza,
que al por menor trabaja y crece y muere.
Ahora estoy a la mesa, practicando
la costumbre de darle el alimento
que me pide mi cuerpo
tres veces cuando menos cada día,
y tengo ante mis manos un cuchillo,
al lado un tenedor y una cuchara,
dispuestos todos ellos
a servirme de ayuda en la comida.
Con ellos corto pan, trincho y cuarteo
un trocito de carne o de pescado,
tomo verdura, saboreo un caldo
o pelo con sentido una manzana.
Los tomo con las manos, los ajusto
al tacto de mis dedos y al contacto
que requieren mis labios. Son amigos
del sencillo placer con que los miro.
Cuando acaba su afán, los pongo en fila,
como pasando lista, y los envío
al plan del friegaplatos. En silencio
parece que de mí ya se despiden,
y así hasta el día siguiente en que de nuevo
los reconozco fieles a mi lado
para hacerme agradable compañía.
Mientras como, los miro y pienso en ellos
y en todo lo que gratis me regalan,
los tomo entre mis manos, los abrazo
y me siento feliz y acompañado.
¿Qué pensarán de mí cuando los miro?
Es la otra vida escrita a ras de tierra,
de factura tal vez más cotidiana,
la que amaso sin darme cuenta apenas
de que es mi inevitable compañera.
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