Me hiere en todo el cuerpo la enseñanza. Y la educación en toda el alma.
Dejé la profesión hace ya un tiempo, pero no sé dejar de lado a una noticia que
me ofrezca reflexión acerca de la materia. Sigo leyendo libros que piensan en
sus páginas sobre cómo se lleva a cabo ese mundo apasionante que consiste en
formar personas no solo en conocimientos, sino, sobre todo, en pensamientos y
en una forma organizada de ver el mundo y de interpretarlo.
Lo último que he leído se llama Mal
de escuela, cuyo autor es Daniel Pennac. Ya he leído más libros escritos
por él y disparaba sobre seguro. Esta vez la reflexión se centraba en la manera
y en la necesidad de recuperar a aquellos alumnos menos predispuestos en sus
años de enseñanza, partiendo de la certeza de que todo ser humano posee sus
capacidades, aunque cada uno las desarrolla según los contextos y en tiempos
diferentes.
No se trata de ponerse estupendo, o, en otros términos, de pensar que
todo el bien o el mal proceden de un solo sitio: eso sería simplemente
demagogia y postura intelectual poco rigurosa; lo que se impone es el análisis
de la realidad desde otros parámetros más comprensivos y globalizadores.
El autor, para defender este tipo de acercamiento al educando más difícil, se apoya en una realidad casi
incontestable: él, en sus años de aprendizaje, formaba parte del grupo de los zoquetes, de los aparentemente
irrecuperables. Le bastó encontrar alguna luz cegadora en forma de maestro,
alguna pauta en valores un poco distinta y la paciencia suficiente para salir
del lodo y del aparente pelotón de los torpes. Hoy es un muy importante
pedagogo y hombre de éxito editorial.
Las variables que analiza son muchas y todas están impregnadas por una
sustancia que le da olor y sabor especial. Hay para todos: padres, alumnos,
administración, publicidad, economía… y profesores. Como a uno se le ha ido la
vida en ello, parece que, de todo el elenco, selecciona, inevitablemente, las reflexiones referidas al
profesorado. En el penúltimo capítulo -son todos muy breves- escribe estas
palabras: (Los alumnos) piden (a los profesores) “¡nada de empatía! ¡La empatía
nos importa un bledo! ¡Nos sienta más bien como un tiro, vuestra empatía! Nadie
os ha pedido que os creáis nosotros, os piden que salvéis a unos mocosos que no
tienen medios ni para pedíroslo, ¿puedes comprender eso? Os piden que añadáis a todos vuestros
conocimientos la intuición de la
ignorancia, y que salgáis a pescar zoquetes, ¡es vuestro curro! El mal
alumno tomará las riendas cuando le hayáis enseñado a tomar las riendas. ¡Es
todo lo que os piden!”
Termina el capítulo recordando que existen muy distintos métodos en la
educación, pero que ninguno es suficiente. ¿Por qué?, ¿qué les falta? Y termina
con un rotundo “¡El amor!”
Cada vez que leo alguna reflexión como esta de varios cientos de páginas,
se me pone el ánimo agridulce y me vengo abajo pensando en la cantidad de zoquetes a los que yo tal vez no salí a
buscar por no tener, entre otras cosas, la intuición de su ignorancia. Y de la
mía también. Y eso que más de una vez tiré por la ventana el sistema. Pero tal
vez demasiado pocas. Porque formar parte del pelotón de los listos también
tiene sus carencias. Siempre la visión es parcial. Y a veces no deja ver la
amplitud del bosque y del jardín, los otros rincones en los que las flores
tardan un poco más en florecer.
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