miércoles, 7 de noviembre de 2018

LOS ZOQUETES



Me hiere en todo el cuerpo la enseñanza. Y la educación en toda el alma. Dejé la profesión hace ya un tiempo, pero no sé dejar de lado a una noticia que me ofrezca reflexión acerca de la materia. Sigo leyendo libros que piensan en sus páginas sobre cómo se lleva a cabo ese mundo apasionante que consiste en formar personas no solo en conocimientos, sino, sobre todo, en pensamientos y en una forma organizada de ver el mundo y de interpretarlo.
Lo último que he leído se llama Mal de escuela, cuyo autor es Daniel Pennac. Ya he leído más libros escritos por él y disparaba sobre seguro. Esta vez la reflexión se centraba en la manera y en la necesidad de recuperar a aquellos alumnos menos predispuestos en sus años de enseñanza, partiendo de la certeza de que todo ser humano posee sus capacidades, aunque cada uno las desarrolla según los contextos y en tiempos diferentes.
No se trata de ponerse estupendo, o, en otros términos, de pensar que todo el bien o el mal proceden de un solo sitio: eso sería simplemente demagogia y postura intelectual poco rigurosa; lo que se impone es el análisis de la realidad desde otros parámetros más comprensivos y globalizadores.
El autor, para defender este tipo de acercamiento al educando más difícil, se apoya en una realidad casi incontestable: él, en sus años de aprendizaje, formaba parte del grupo de los zoquetes, de los aparentemente irrecuperables. Le bastó encontrar alguna luz cegadora en forma de maestro, alguna pauta en valores un poco distinta y la paciencia suficiente para salir del lodo y del aparente pelotón de los torpes. Hoy es un muy importante pedagogo y hombre de éxito editorial.
Las variables que analiza son muchas y todas están impregnadas por una sustancia que le da olor y sabor especial. Hay para todos: padres, alumnos, administración, publicidad, economía… y profesores. Como a uno se le ha ido la vida en ello, parece que, de todo el elenco, selecciona,  inevitablemente, las reflexiones referidas al profesorado. En el penúltimo capítulo -son todos muy breves- escribe estas palabras: (Los alumnos) piden (a los profesores) “¡nada de empatía! ¡La empatía nos importa un bledo! ¡Nos sienta más bien como un tiro, vuestra empatía! Nadie os ha pedido que os creáis nosotros, os piden que salvéis a unos mocosos que no tienen medios ni para pedíroslo, ¿puedes comprender eso? Os piden que añadáis a todos vuestros conocimientos  la intuición de la ignorancia, y que salgáis a pescar zoquetes, ¡es vuestro curro! El mal alumno tomará las riendas cuando le hayáis enseñado a tomar las riendas. ¡Es todo lo que os piden!”
Termina el capítulo recordando que existen muy distintos métodos en la educación, pero que ninguno es suficiente. ¿Por qué?, ¿qué les falta? Y termina con un rotundo “¡El amor!
Cada vez que leo alguna reflexión como esta de varios cientos de páginas, se me pone el ánimo agridulce y me vengo abajo pensando en la cantidad de zoquetes a los que yo tal vez no salí a buscar por no tener, entre otras cosas, la intuición de su ignorancia. Y de la mía también. Y eso que más de una vez tiré por la ventana el sistema. Pero tal vez demasiado pocas. Porque formar parte del pelotón de los listos también tiene sus carencias. Siempre la visión es parcial. Y a veces no deja ver la amplitud del bosque y del jardín, los otros rincones en los que las flores tardan un poco más en florecer.

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