Los que jugamos con las palabras
tenemos la obligación de tratarlas con mimo y cuidado, para que no se enfaden
con nosotros y nos abandonen y, sobre todo, para que consigamos -hasta el grado
en que esto es posible- una concreción en el ato de la comunicación. Por eso
tal vez andamos todo el día con los diccionarios abiertos, en busca del término
que mejor se ajuste a la idea que queremos describir. Como la palabra, por definición,
es pobre y solo aproximativa, nos quedamos siempre con la miel en los labios y
con la sensación agridulce de que nunca llegamos hasta donde queremos. Qué le
vamos a hacer. Es entonces cuando tiene que venir en nuestro auxilio la buena
voluntad propia y del receptor, para no sentirnos desnudos y pobres de
solemnidad.
Con frecuencia acudimos a pedir
auxilio a los sinónimos, tal vez para engañarnos y pensar que con más palabras
la idea ha de quedar más clara. No siempre es así; a veces lo que hacemos es
enmarañarlo todo un poquito más. Entre otras razones porque tampoco los sinónimos
absolutos existen, sino solo aproximaciones de unos significados a otros.
Esto nos sucede con el uso de
estas dos palabras: ÉTICA y MORAL. Las
encontramos como sinónimas en casi cualquier diccionario al uso, y la
utilizamos como tal en casi todas las ocasiones.
Hace algunos años -por
ejemplificar- había en los planes de estudio una asignatura que llevaba el
marbete de Ética. Hay que suponer que en ella se analizaban principios
generales que, una vez analizados y entendidos, tendrían su uso en las
costumbres y comportamientos de cada día. Por otra parte, se habla de moral con
apellidos: moral católica, moral religiosa, moral política… Todas ellas hacen
referencia a los comportamientos concretos en el discurrir de cada día.
Los ejemplos nos enseñan que, si
hablamos de ética, nos estamos refiriendo a la búsqueda de un sistema que nos
enseña a discernir entre el bien y el mal. Se trata de un sistema de conceptos
y de principios, no de usos. Cuando hablamos de moral, pensamos en las reglas
concretas que nos llevan al uso y a la práctica de ese bien o ese mal descubierto
por la ética como principio.
No es pequeña la diferencia, por más
que ambas parecen parte de un mismo camino. La primera parte sería la ética,
que apunta más a la unidad, al concepto y a la universalidad. La segunda, la
moral, describiría la segunda parte de ese camino, la práctica, el paso de las
musas al teatro.
Merodear por los principios éticos
resulta complicado, pero es lo que han intentado las mentes pensantes de
nuestra historia y los filósofos a la cabeza. Pero, si merodear por la ética
resulta fatigoso, pasar al plano de la moral nos conduce a formas siempre
plurales y diversas de entender y de poner en práctica esos principios éticos. Por
eso las morales son tantas y tan diversas y hasta opuestas. Son las reglas que
generan los comportamientos concretos las que conforman la moral, mientras que
los sistemas que están en su base y los producen constituyen la ética.
Sería bueno pensar en ética
(singular) y en morales (plural).
Naturalmente, la ética busca
siempre la esencia y la definición del BIEN, aunque lo puede hacer desde
diversas perspectivas: naturalista (el Bien está en la naturaleza),
antinaturalista (La naturaleza no es ni buena ni mala). Acotar la idea de Bien
acaso sea el misterio de todos los misterios y por eso hay tantas aproximaciones
teóricas y filosóficas. Tal vez nuestras aspiraciones tengan que ser más
modestas. Pero no podemos cejar en el intento: de ello, de ese concepto que
genera toda la ética, se desprenden los diversos comportamientos morales diarios
que nos conducen a una vida más o menos soportable y hasta agradable. Y, al
final del camino, no estamos ya en los principios, sino en los actos al por
menor, que son los que dicen de nosotros lo que somos en cada momento.
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