Hay un empeño indestructible en Kant que consiste en separar
radicalmente el mundo de las ideas del mundo de las cosas. Empeño peliagudo si
pensamos que el ser humano se faja cada día con el roce continuo de las cosas,
con lo que de verdad o de mentira nos envíen a través de nuestros sentidos, o
con lo que -también de verdad o de mentira- sean capaces nuestros sentidos de
captar de esa realidad. Si, por otra parte, esa realidad de ida y vuelta está
condicionada y perimetrada por los medios de comunicación y por el contexto en
el que vivimos, la inseguridad, el cuarteamiento y la diversidad próxima al
caos están servidos.
¿Dónde, entonces, la verdad unificada, el referente cierto y
la orientación segura? Por eso a Kant le producen urticaria las cosas y la
realidad nebulosa y múltiple de los sentidos, y aspira a otra realidad superior
y absoluta, la de las ideas. Es el mundo en el que esas ideas se tienen que
explicar por sí mismas, sin necesidad de acudir a los ejemplos para certificar
su validez. El bien es bien con independencia de que en tal o cual contexto
produzca mayores o menores bienes. Por ese camino llegamos a una moral
universal y nunca relativa, a principios fijos e independientes de sus
aplicaciones. No puede extrañar que el filósofo concluya lo que sigue ante la
realidad diaria de todo ser humano: “Por
consiguiente, solo hay un imperativo categórico y dice así: obra solo según
aquella máxima que puedas querer que se convierta, al mismo tiempo, en ley
universal”.
Eppur si muove. Quiero decir que, a pesar de ello, la
realdad, ese roce impreciso con las cosas sigue ahí continuo y persistente, con
él tenemos que convivir y a él tenemos que atenernos en nuestras actuaciones.
Bien lo sabía el filósofo. Y no renuncia a ello, por supuesto. De lo que
advierte ante ello es el peligro de mezclar lo que no tiene mezcla, lo que
corresponde a niveles separados y con leyes distintas. No es casual que una de
sus obras fundamentales se llame Fundamentación
de la metafísica de las costumbres.
Nuestras costumbres y nuestros usos siguen ahí, en ellas nos
manifestamos y con ellas nos conformamos y relacionamos. Pero tal vez debamos
aspirar a descubrir que nuestra inteligencia es luz superior que ilumina una
moral universal y una voluntad que ha de tender al bien y a la belleza, con
independencia de los resultados que produzca en un momento concreto. Si se puede
expresar con palabras más directas, debemos hacer el bien no porque nos
produzca o no beneficios, sino porque es el bien en sí mismo, con independencia
de nuestras propias inclinaciones o deseos.
No estoy muy seguro de que cada uno de nosotros paremos mientes
en esa realidad superior de las ideas y no atendamos solo a lo que nuestro
instinto y nuestros intereses nos reclaman. Incluso cuando estos intereses
conculcan y lesionan los de los demás. Y, si fuera solo por la supervivencia…
Pero hay muchos estados opulentos que siguen engordando en su beneficio con
reglas de mercado que no tienen en cuenta ninguna otra premisa que las del
egoísmo y el bienestar inmediato y personal.
Y para esto no hay vacaciones: poco importa que se trate de
poner el culo en primera línea de playa o de que el resultado de beneficios
suba o baje. Todo obedece al mismo principio.
Poco extraña ya que el filósofo titulara este libro Fundamentación metafísica de las costumbres.
Al rincón de pensar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario