Siempre he considerado el fin de semana que coincide con la
mitad del mes de agosto (se le suma la fiesta general de la Asunción) como el
espinazo del verano, la fecha que parte por el medio y empieza a hacer mirar a
la parte de descenso del estío. Hay muchas razones que me invitan a pensar así:
la temperatura, que sigue casi tórrida, pero que empieza a dar algún respiro
por las noches; la marcha de los seres más queridos, que me dejan sin fuelle y
desmadejado, odiando por unos días el progreso y el precio que tenemos que
pagar por esta manera de entenderlo; el acomodo de muchas personas, que ya han
girado visita a sus familias y vuelven a su contexto habitual; el descenso de
festejos; la proximidad de los exámenes para los menos constantes; el comienzo
de las competiciones deportivas… Qué sé yo, son muchas las variables que podría
arrimar. El caso es que el ambiente se me ha puesto hoy un poquito más gris y
parece que hasta me huele a algo diferente… Es el tiempo que pasa, quizás tan
solo eso.
Yo tendré que volver a la rutina poco a poco, a encauzar los
esfuerzos y las horas, a saber que las cosas siguen ahí para que yo las roce y
las moldee. Pero tal vez lo haga poco a poco, con calma y con sosiego,
introduciendo marchas lentamente, pues ando al ralentí y como desalmado; hoy un
poco más al escuchar el silencio por los pasillos de mi casa, por esos pasillos
en los que Sara y Rubén han expandido sus risas y sus voces durante los últimos
días.
Así que vamos al diario, con el telón un poco triste decorando estas horas. Hoy con una especie de divertimento, que viene aquí no solo en
calidad de tal sino como símbolo que encierra todo un mapa social que no se
contiene y tira al monte en cuanto le ofrecen ocasión.
Primer ejemplo. En un cartel de anuncios, en plena calle, se
puede leer este: “Profesor especialista da clases de apollo”. Ojo, que el asunto tiene
miga. Se trata de alguien que profesa
(no sé si con votos a perpetuidad), no de cualquier advenedizo. Pero es que,
además, es especialista, o sea, con
práctica sobrada y con conocimientos más que abundantes. Y, por fin, la joya de
la corona: las clases son de apollo. Tampoco
es plan de echarle demasiada imaginación, pero uno se formula preguntas como
estas: ¿En qué se *apollará?, ¿quién, qué o en qué *apollará?, ¿se tratará de
algún youtuber y colgará estas clases en la red?, ¿lo hará en horario infantil
y protegido? Bueno, no sigamos, que podemos desacarriar.
Segundo ejemplo. En la puerta de una casa de un pueblo
pequeñito, muy cercano a Béjar, se puede leer lo siguiente: “Señor cartero, heche las cartas por debajo de la puerta”. Se puede suponer que los dueños estarán de vacaciones o no viven
mucho tiempo allí, y piden algo tan razonable como que las cartas queden al
refugio del interior de la casa. Pero, claro, ya me dirán cómo puede hacer el
cartero para *hecharlas. Tal vez empujándolas con el gancho de la hache.
Son solo dos ejemplos del nivel de exigencia que nos ponemos
a la hora de usar el mejor instrumento de comunicación que poseemos los
humanos. Como fenómenos aislados, tienen una explicación muy sencilla y es muy
fácil saber por qué se producen. Los que nos ocupamos de las palabras somos
seguramente los que con más facilidad disculpamos estos desvíos.
Hoy y aquí, mediados de agosto, deberían servirnos de
divertimento, pero también de señal de peligro y de advertencia para nuestros
usos y exigencias. Una golondrina no hace verano; ni dos tampoco. Un error lo
comete cualquiera et aliquando dormitat Homerus.
Pero una bandada de golondrinas es indicio de que el verano empieza a declinar.
Y al lado de mi terraza, en el alerón del tejado, ya se empiezan a juntar.
En todo caso, que les vaya bien a los alumnos que hayan
recibido ese *apollo, si es que
alguno lo llegó a recibir y que las cartas queden al resguardo del frío y de la
lluvia en el interior de la casa y bien debajo de las puertas.
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