Mientras el país se encuentra como al ralentí, en este puente inmenso, y tal vez ande aguardando el santo advenimiento de lo que será el nuevo Gobierno y esa especie de milagro que parecen esperar algunos, se celebra hoy el día de la Constitución. Me parece que no tiene esta fiesta un porvenir muy halagüeño. Tal vez se salve por el amparo del festejo del vecino de al lado, ese que llaman de la Inmaculada, festejo del que no creo que esté dispuesto a desprenderse ese ejército de poder llamado Iglesia, con todos sus batallones en formación y dispuestos para el combate como el más inflado de los fanáticos de la bomba en la cintura.
Llevamos ya más de treinta años desde su aprobación y ahí sigue, como referente borroso al que agarrarse y como pequeño faro que ilumina las últimas nieblas de la noche. Creo que sirve más como referente y símbolo que como práctica diaria. Cualquier constitución no es más que una suma de intenciones y de principios generales, difíciles de negar, pero que encierran en esas mismas vaguedades la gran dificultad de su desarrollo en leyes, decretos y reglamentos. Por eso caben en su interior Gobiernos de distinto pelaje y de inspiración bien diferente. Y por eso también sus modificaciones no son sencillas, a no ser que se formulen con métodos tan escasamente democráticos como los que se han utilizado hace muy pocos meses.
Me fastidian los legalistas que se vuelven al tenor literal de la misma cuando les interesa y que se quedan en lo vagoroso del símbolo cuando les da la gana. Es verdad que la vida no cabe en las palabras; tampoco si estas apuntan a principios generales. Por eso se necesita voluntad social en su interpretación, espíritu colectivo en su práctica y mirada a la justicia en su desarrollo. Si la Constitución no se halla al servicio social de esa mayoría, no nos sirve. O lo hará solo formalmente, en provecho de los que mejores medios tienen para interpretarla y más abogados para comprarla en sus preceptos. La revolución, también ahora, está por hacer. Y la revolución, hoy, poco tiene que ver con las pistolas y sí mucho con el desarrollo social de los preceptos literales que se incluyen en esa Constitución cuyo aniversario se celebra hoy, con mucho canapé y pocos cambios sociales.
Copiaré un párrafo de Joaquín Costa que ya va mayorcito (el texto es de “Oligarquía y Caciquismo” y tiene más de un siglo):
“No he de aconsejar yo que el pueblo de tal o cual provincia se alce un día como ángel exterminador, cargado con todo el material explosivo de odios, rencores, injusticias, lágrimas y humillaciones de medio siglo y recorra el país como en una visión apocalíptica, aplicando la tea purificadora a todas las fortalezas del nuevo feudalismo civil en que aquel del siglo XV se ha disuelto, diputaciones, ayuntamientos, alcaldías, delegaciones, haciendas, tribunales, gobiernos civiles, colegios electorales y casonas de los Don Celsos (…)
Yo no he de aconsejar, repito, que tal cosa se haga; pero sí digo que mientras el pueblo, la nación, las masas neutras no tengan gusto por este género de epopeya; que mientras no se hallen en voluntad y en disposición de escribirla y de ejecutarla con todo lo que sea preciso y llegando hasta donde sea preciso, todos nuestros esfuerzos serán inútiles, la regeneración del país será imposible. (…) En España esa revolución está todavía por hacer; mientras no se extirpe al cacique, no se habrá hecho la revolución…”
Hoy los caciques tienen nombres genéricos de mercados, de medios de comunicación, de esquemas irracionales, de cosumismo, de publicidad, de escalas de valores egoístas, de nacionalismos excluyentes, de irreflexiones, de prisas, de cuentas de resultados, de vidas a plazos, de PIB y POB, de ganancias del afuera frente al adentro…
Tal vez una buena celebración de la Constitución sería la de adecentar todos esas leyes y reglamentos para que nos aproximen a una convivencia un poco menos egoísta y más igualitaria. Al menos sería una celebración un poco más digna y sabrosona que la de los canapés y besamanos.
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