Cada ser humano se ve impelido cada día, cada hora y a cada paso por alguna fuerza que lo lleva a seguir viviendo, a veces con cansancio, a veces al trote y a veces con pasión. Sería un éxito definitivo reconocer cuál o cuáles son esas fuerzas, esos amores positivos o negativos, pues, si tuviéramos cuenta exacta de ellas, las seguiríamos o las rechazaríamos con más ahínco y con más provecho. Yo quisiera levantarme cada día con impulso fuerte, con las ganas enteras de vivir ese día como si en él me fuera la vida; me gustaría no quedarme ni un momento más en la cama en cuanto mis ojos y mi imaginación se abren a la posibilidad de hacer algo distinto; desearía abrir pronto las puertas y ventanas que dan a mi terraza y, desde ellas, ver que la luz existe y tiene causa, que todo sigue ahí en el mismo sitio, aguardando mi peso y mi medida, que hay gente que me espera y desea verme para compartir acaso un rato de palabras, que un trocito de mundo es otra cosa si no lo veo y lo toco con mis manos…
¿Cuáles son los amores que mueven a actuar al ser humano? Estoy seguro y cierto de que hay, para un sensible, demasiadas razones negativas para pensar que el mundo es una mierda, que esto no hay quien lo aguante, que es mejor el descanso y el olvido, que pensar en la huida de la calle no es una cobardía… Qué sé yo cuántas cosas que te empujan a ponerte en distancia y a levantar con hierro una coraza.
Pero no es menos cierto que, para el mismo ser que se conmueve, existen mil razones en la vida para que dé las gracias de estar en este mundo. Ya lo dijo el poeta en voz cantada: “Nos sobran los motivos” para seguir estando en días de fiesta.
Me basta con pensar el privilegio de ser un elegido en el abismo inmenso de posibilidades de sumar vida y tiempo: es tan rara la vida, que solo su existencia es un milagro y un motivo de gozo y de alegría, aunque sea solamente por un rato tan corto y tan liviano. Me basta con saber que hay otros seres que aguardan mi presencia, que existen los abrazos y los besos, que hay gente a la que ayudo y muchos más que pueden ayudarme, que puedo dar al aire una palabra y existe otro buen ser que la recibe, la escucha y la descifra, y acaso la devuelve envuelta en un lacito de cariño.
Me complace saber que todo el campo me aguarda a todas horas como si fuera siempre un buen amigo, que me enseña lo exiguo del valor de mí mismo, y tiene la osadía de recordarme lo prescindible y vano que resulto sin duda para el tiempo. Si voy, me acoge siempre; si no voy, no se queja ni me riñe.
¿No es hermoso vivir con los recuerdos? ¿Adónde he de mandarlos si no existo para jugar con ellos, para dar un poquito de más fuerza a lo que ya pasó y nadie recuerda? ¿Quién iba a ser testigo del frío del otoño, del olor de la rosa tardía en los abrigos de cualquier jardín pobre? ¿Y el aire y sus caricias en las tardes de invierno? ¿Y la nieve en las cumbres? ¿Y el deshielo en los valles? ¿Y los frutos maduros y agostados en los meses de estío?
¿Y cómo dar testigo al tiempo del futuro? ¿Cómo no seguir viendo la luz que se renueva cada día? ¿Qué ha de ser de los seres que tanto nos consuelan y nos piden vivir cerca de ellos? ¿Qué de las demás cosas que piden compasión por sus desdichas u ofrecen ilusión por sus ayudas?
Y luego la pasión de las cosas pequeñas y calladas, esas que van llenando nuestra línea con puntos que son horas: las compras, las lecturas, la prosa de estas líneas bien pautada, las cuatro y media en punto que anuncian tu venida, los ratitos de risas o de malos humores, la palabra de ánimo o el gesto de rechazo, la voz de cada noche por teléfono en la boca de rosa de una niña…, el ver cómo se marcha cada día, todo lo que nos mueve sin notarlo.
Mi esquema del amor es muy sencillo si quiero hacer resumen de sus caras. Es una el egoísmo, el amor que me tengo, ese que yo quisiera cultivar entendiéndolo bien, sin alharacas ni extraños sentimientos de pecado. Soy yo el que me contengo y el que existo, aquel al que descubro cuando abro mis ojos, el que bien me soporta y me define, el que habla conmigo a cada instante. El otro tiene nombre femenino, se llama compasión; compasión por el otro, por su dolor y por su fortaleza, por lo que a mí me aporta y por las pocas cosas que de mí necesita. También los otros seres me definen y yo no soy sin ellos. Mi compasión es mutua, etimológica, padecimiento de ambos, compartido, sentimientos que van y vienen siempre doblando los caminos.
Si yo fuera capaz de armar la mezcla de egoísmo y compasión con medidas exactas… Y si además supiera echarle alguna especia de dos árboles raros llamados libertad y otro de su tamaño que responde al apodo de la imaginación, entonces cada día sería un festín y un gozo.
Nos sobran los motivos para dar un buen tajo a nuestras venas, pero es más fuerte el peso de las causas que invitan a vivir, a crear una vida cada tarde, a ser nosotros mismos, pequeños dioses siempre, amantes, compasivos, amados y a la vez compadecidos. Hoy merece la pena. Y mañana también.
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