En muchas
ocasiones se afirma -yo creo que con bastante razón- que tal vez la palabra en
español con más usos y valores sea el vocablo “se”. A la descripción de los
mismos se dedican páginas y capítulos de toda clase. Más de una vez, cuando
algún profesor se quiere exhibir delante de sus alumnos, les propone ejercicios
con ese término para intentar distinguir valores y usos. A veces para quedarse
en la simple exhibición, sin darse cuenta de que a pocas metas positivas nos
lleva la citada competición.
De entre
los numerosos valores, me interesa uno que indica la diferencia de la palabra
“se” cuando se une a un verbo o cuando deja de acompañarlo. Sobre todo por la
diferencia significativa que propone y el valor social que esto comporta.
Los que nos
dedicamos a estos asuntos tratamos casi siempre de recurrir a algún ejemplo
para la ilustración. No es más que una deformación profesional, pero no me
parece la peor pues no encuentro muchas fórmulas que mejoren el resultado y la
comprensión.
Sea en este
caso “comunicar” y “comunicarse”.
Vivimos en
el mundo de la comunicación, y la tecnología ha conseguido que esa comunicación
sea potencialmente universal. Con un potente teléfono puedo estar en contacto
real e inmediato con cualquier persona que se halle en los lugares antípodas,
como si estuviera en el bar de la esquina. Yo mismo lo he practicado hace tan
solo un par de semanas con uno de mis hijos.
Esa
facilidad tecnológica hace que todo se comunique, que todo se dé a la luz, que
cualquier trapillo ande en el escaparate, que la actividad más insulsa que
imaginarse pueda ande en boca de un buen número de personas. Hay seres que dan
a conocer a miles de personas, en tiempo real, que van a salir a hacer la
compra al mercado. Y hay muchas de esas personas que les responden a la orden de enterados. Hasta lo más
trivial e inocuo anda al aire y en el
secadero. Qué barbaridad. Y, junto a tanta inanidad, las manifestaciones más
hondas y reflexivas, que también tienen cauce libre e inmediato, sin tener por
qué depender ya tanto ni de editores ni de otras zarandajas del mercado.
Comunicar, comunicar y seguir comunicando; como si lo que no sale al exterior
no existiese.
Paradójicamente,
no es seguro que la inflación de “comunicar” haya llevado al aumento de
“comunicarse”. Porque comunicarse implica llegar realmente hasta la conciencia
del otro, e implica también la reciprocidad, la respuesta del receptor, el
intercambio de información y la trabazón de la misma, de manera que la
respuesta sea continuación lógica de la primera comunicación.
La
existencia humana tal vez no sea otra cosa que una carrera desesperada por la
comunicación, pero sobre todo por comunicarse; un sobresalto continuo por
gritar la presencia de los seres, pero con gritos de petición de respuesta por
parte de los demás; algo así como un chillido desesperado y eterno por
encontrar respuesta a la pregunta “¿quién está ahí?”. La Historia es un proceso
interminable no tanto de comunicación como de comunicarse, de intercambiar
alegrías y penas, descubrimientos o soledades, con el fin de sobrevivir y
progresar. Tal vez hacia un destino sin sentido e irracional, pero esto ya es
otra melodía.
Comunicar
es la fórmula primaria de la comunicación, el índice más fácil de la primera
lección, el abecé del que ensaya solo los primeros balbuceos, la memorización
solo de los primeros pasos. Comunicarse es más hondo y más sabroso, es un nivel
más alto, es pasar de lo simple e inmediato al mundo de la complejidad y de las
relaciones múltiples, es graduarse en escucha y en elaboración. Aunque ese
comunicarse empiece -no sería lo peor- por comunicarse con uno mismo.
Nota de
súplica: Si la comunicación es la publicación de lo imbécil y encima se hace a
horas intempestivas, entonces se convierte en estulticia y molestia insufrible.
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