Escribía David Hume (estos
días he vuelto a su Tratado de naturaleza
humana) lo siguiente:
“Poseemos tres especies distintas
de bienes: la satisfacción interna de nuestra mente, la buena disposición
externa de nuestro cuerpo y el disfrute de las posesiones adquiridas por
nuestra laboriosidad y fortuna. No tenemos nada que temer con respecto al
disfrute de la primera. La segunda nos puede ser arrebatada, pero no puede
servirle de ventaja a quien nos prive de su uso. Solo la última clase de bienes
se ve expuesta a la violencia de los otros y puede además ser transferida sin
sufrir merma o alteración; al mismo tiempo, nunca se tiene una cantidad de
bienes que satisfagan a cada uno de nuestros deseos y necesidades. Por
consiguiente, de la misma manera que el fomento de estos bienes constituye la
ventaja principal de la sociedad, así la inestabilidad de su posesión, junto
con su escasez, constituyen el principal impedimento de esta.”
Apurar explicaciones de este tipo
en momentos como el que vivimos, en el que casi todo el mundo no llega ni al
ojo, y de ninguna manera presiente la luna, tal vez sea un ejercicio inútil.
Pero, si perdemos la perspectiva, entonces sí que nunca lograremos dar un salto
de calidad para alcanzar un poco de alcance en los juicios y en las actuaciones.
Han pasado muchos años desde la
puesta negro sobre blanco de esta reflexión y no sé sí es la más correcta, pero
no me importa firmarla como tal. Al fin y al cabo, nuestro cuerpo es lo más
próximo que poseemos, la mente es acaso ese último grado de complejidad y de
reflexión al que todos los humanos podemos acceder y los bienes son esos
elementos de discusión eterna por los que disputamos, luchamos y hasta matamos.
En el fondo, no es otra cosa que la presentación en noble de aquel “tres cosas
hay en la vida: salud, dinero y amor…”
Tengo para mí que la parte más
personal e intransferible es la de la satisfacción interna de nuestra mente.
Ahí sí que tenemos una fosa que rodea nuestro castillo y lo hace, si queremos,
inexpugnable. Lo demás lo veo todo en el mercado y en la compraventa, en las
influencias y en las presiones externas. Por supuesto, con diferencia, eso del
disfrute de las posesiones adquiridas. ¿De qué posesiones se puede hablar?
¿Cómo se han adquirido esas posesiones? ¿Se le puede hablar a una buena parte
de la población sencillamente de posesiones? Y, ojo, que sin un nivel mínimo de
posesiones, hablar del disfrute del cuerpo resulta tal vez quimérico, por más
que cada cual se sienta dueño de su cuerpo.
¿Por qué si el disfrute de la
mente es el bien más personal e intransferible no lo gozamos y lo explotamos
más? ¿Por qué no le damos el valor que se merece? ¿Por qué apenas guarda
relación su posesión y su disfrute con la importancia que le damos a la
posesión de los otros dos bienes? ¿Nadie se da cuenta de que es el más
universal y el más barato?
Es verdad que, sin el nivel
mínimo del gozo del cuerpo y de alguna posesión, el gozo de la mente se hace
casi imposible, pero, a partir de ese nivel mínimo, los términos se deberían
invertir y deberíamos aplicarnos más a la mente, a su desarrollo y a sus
frutos.
Esta mañana discutíamos en una
reunión acerca de la conveniencia de vender textos (un ejemplo de posesión,
aunque cultural) prácticamente regalados por la constancia de que, de otra
manera, no llegan a la gente pues nadie los compra. Al terminar la reunión
fuimos a tomar una caña con pincho. El coste de cada una era superior al precio
que terminamos poniendo a cada libro.
Pues eso.
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