Antonio Muñoz Molina se encuentra
en Oviedo para recoger el premio Príncipe de Asturias. Es noticia que leo en un
periódico digital de ahora mismo.
La casualidad ha querido que me pille leyendo
su ensayo “Todo lo que era sólido”. El autor es biológicamente de mi generación
y, por tanto, ha vivido buena parte de las inquietudes que me han acompañado a
mí mismo. Por eso, y por muchas más cosas, me siento bastante próximo a su
escritura, tanto a la forma como al contenido.
En esta su última obra, Muñoz
Molina echa una mirada hacia el pasado más reciente de nuestra Historia, de esa
que, por contraste con nuestra más rabiosa actualidad, parece tan lejana y a la
vez tan inmediata.
El tono general rezuma pesimismo,
como casi no podría ser de otro modo, pues “todo lo que era sólido” ha
resultado ser en realidad una duna en zona pantanosa, y lo que hace nada
parecía que no tendría fin se ha venido abajo como un castillo de naipes.
Hay un par de aspectos en los que
no estoy en absoluto de acuerdo con él. La primera es la del absoluto “todo”;
la segunda es la de la sentencia de culpabilidad en exclusiva para la clase
dirigente.
La primera discrepancia no
necesita explicación pues cargar las tintas sobre todo siempre comporta
injusticia. Tal vez yo me equivoque en la apreciación, pero da la impresión de
que todo se hizo mal, y no creo que sea real, aunque mi impresión general
tampoco es precisamente positiva.
La segunda discrepancia me
disgusta más porque creo ver en ella el recurso fácil de apuntar solo a la
clase política; como si el personal de a pie fuera angelical. Es verdad que la
responsabilidad tiene grados, pero me parece que un buen ejercicio es recordar
a los lectores -esos sí, ciudadanos de a pie- que de ellos también ha dependido
parte de lo que ha sucedido en el pasado y de lo que ocurre en el presente. Y,
sobre todo, que el principal y más duradero adelanto es el que parte de la
ocupación de todos los seres en igualdad de condiciones y de oportunidades: esa
y no otra es la verdadera revolución. Hay que bajar a analizar ese nivel y, a
una persona a la que creo inteligente, se lo exijo.
Por encima de estas discrepancias,
me resulta el libro un jarro de agua fría rejuvenecedor para la ducha, un ramo
bien nutrido de reflexiones breves que hacen un jarrón estupendo para mirar y
para reflexionar, y un compendio de ideas y de acusaciones con destinatarios
bien concretos.
Una de las acusaciones más
repetidas -y que yo más comparto- tiene que ver con esos dirigentes que acceden
a todo lo inmediato, sin poner la vista nunca en principios ni en el futuro,
aunque eso les cueste ser menos (había escrito memos) populares y populistas, y
acaso algún voto más de la cuenta.
Dejo la voz a Antonio Muñoz
Molina para que sea él quien se explique:
“Es triste que en un país la idea
de la fiesta incluya con tanta regularidad la ocupación vandálica de los
espacios comunes; el ruido intolerable, las toneladas de basura, el maltrato a
los animales, el desprecio agresivo por quienes no participan en el holgorio: mucho
más triste es que la autoridad democrática haya organizado y financiado esa barbarie,
la haya vuelto respetable, incluso haya alentado la intolerancia hacia cualquier
actitud crítica.
La conmemoración y no el presente;
el simulacro y no la realidad; la apariencia y no la sustancia; el
acontecimiento espectacular de unos días y no el empeño duradero en mejorar lo
cotidiano; la fiesta como identidad y casi como forma de vida y no la secuencia
de los días laborables, del tiempo en el que el trabajo se compensa con el ocio
privado; la fiesta como obligación unánime, como prolongada interrupción de la
normalidad, como expresión de lo verdadero y lo irrenunciable, lo masivamente compartido;
la fiesta como culminación del año y como gasto prioritario del presupuesto público;
la fiesta legitimada por los siglos o envejecida a los pocos años de su invención;
la fiesta como cultura recuperada, salvada después de una supuesta persecución
que añade la categoría de víctimas heroicas a los que la celebran; la fiesta
con pregones altisonantes en los que alguien cobra un dineral por celebrar con prosa
fritanga las glorias locales, la fiesta con procesiones solemnes, con galas litúrgicas,
con complicaciones protocolarias, con trajes regionales, con corridas de toros,
con carreras de mozos beodos, delante de becerros despavoridos, con batallas
colectivas en las que se arrojan y se pisotean toneladas de tomates, con
aterradores escándalos de petardos por culpa de los cuales de vez en cuando
muere alguien o hay un incendio; la fiesta en la que hacen reportajes equipos
de televisión extranjera, confirmando lo brutos y primitivos y lo exóticos y
coloristas que son los españoles, incluso aquellos que celebran su fiesta en un
éxtasis de autenticidad antropológica que les confirma su obstinación de no ser
españoles”.
No hace falta comentar. Y así en
multitud de aspectos.
1 comentario:
No soy de fiestas donde todo el mundo se disfraza, soy de fiesta donde se celebra la amistad.... una buena conversación...o un paseo distendido en la naturaleza.
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