Ministerio: 20%; sindicatos: 80%.
Son las cifras que leo en los medios acerca de la participación de seguidores
de la huelga de educación, en protesta por la recientemente aprobada ley Wert,
la que se conoce como LOMCE. ¿Por qué son tan tontos todos, incluidos los
medios de comunicación? La forma de medir la participación en una protesta poco
tiene que ver con una regla general; dependerá de las circunstancias en las que
esta se produzca. Ya se podrían preocupar los convocantes y los medios de
comunicación (el ministerio no lo hará nunca) de explicar cuáles son esas
condiciones. En este país, será muy difícil ya que una huelga de tipo laboral
tenga un éxito masivo de participantes. No va a ser más que otra consecuencia
del desmantelamiento de todo lo que suene a colectivo y a defensa de clase. Una
muestre más de lo que ya está suponiendo la reforma laboral y el
fraccionamiento de cualquier relación entre los que formalicen un contrato. Una
evidencia elocuente de cómo estamos dejando en la escala de valores el porvenir
colectivo y los derechos entendidos para la comunidad y no para el individuo
más espabilado y que mejor se sabe situar. Una pobreza mucho mayor que
cualquier otra si se le da perspectiva
al tiempo. Las concentraciones masivas quedarán reducidas para asuntos de tipo
emocional manipulados a conveniencia del poder. Alguno ya hasta está convocado;
otros se convocan y se cobran cada fin de semana por esos campos de dios.
Pero es que, aparte de esta
consideración, ¿por tener mayor o menor éxito de convocatoria se tiene más o
menos razón? Qué barbaridad. Al poder siempre le viene muy bien este juego de
las cifras. De hecho ya ha jugado varias veces con eso de la “mayoría silenciosa”.
Por la misma razón ramplona, mañana convocaré una manifestación para no matar al
vecino del quinto y, como nadie me va a acompañar, toda la comunidad, menos yo
mismo, es que estará a favor de la muerte de ese vecino, que ni siquiera
existe. Será la mayoría silenciosa. Qué tontos, qué imbéciles, qué torpes.
Hoy, como ya ha sucedido otras
veces, ha salido mucha gente a la calle para protestar, en muy diversas
maneras, con muy diferentes formas, con desiguales intensidades, contra la
nueva ley de educación. Lo que hay que considerar es el fondo y no las formas
inmediatas; son los conceptos básicos y no las últimas consideraciones de no se
sabe qué artículos; el espíritu que anima tal normativa y no el elemento más
específico.
A mí -ya lo he manifestado muchas
veces- no me gustan las huelgas y me resultan menos costosas las
manifestaciones. Acudiré esta tarde otra vez a decir en público que esta ley no
me gusta en alguno de sus fundamentos. En ella me encontraré con gente con la
que apenas comparto, seguramente, casi nada. Pero seguro que, si nos ponemos a
hablar, descubriremos que hay un fondo último en el que estamos de acuerdo. Ese
último fondo común es el que hay que preservar y tener en cuenta, el que hay
que analizar y defender o denostar.
Como ya he escrito algunas líneas
acerca de lo que considero fundamental de cualquier ley de educación, no me
extenderé en volver a decir lo mismo, y menos en este formato reducido de una página.
Defiendo, frente a lo que oigo a todo el mundo, que se concrete desde una
ideología determinada; pero no comparto esa ideología y por eso me manifiesto
en contra. Entiendo la ley y el Estado como algo que contribuye al reparto y la igualdad, y no a la segregación
y a la clasificación, sobre todo cuando no se cumple la igualdad de condiciones
de partida. Deseo una ley que apoye la racionalidad y no las creencias como
base de educación y de comportamiento. Y poco más. Pero es que el desarrollo
normativo de estos principios no es precisamente poco.
Todo, o casi todo, lo demás, se
puede discutir y acordar. De momento, que sepan que alguien discrepa pacíficamente
pero con energía. Y que sepan también que estará dispuesto a defender con la
razón el cambio de esos principios siempre que siga creyendo en su bondad.
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