jueves, 24 de octubre de 2013

LOS VALORES PÚBLICOS DE LA EDUCACIÓN


Ministerio: 20%; sindicatos: 80%. Son las cifras que leo en los medios acerca de la participación de seguidores de la huelga de educación, en protesta por la recientemente aprobada ley Wert, la que se conoce como LOMCE. ¿Por qué son tan tontos todos, incluidos los medios de comunicación? La forma de medir la participación en una protesta poco tiene que ver con una regla general; dependerá de las circunstancias en las que esta se produzca. Ya se podrían preocupar los convocantes y los medios de comunicación (el ministerio no lo hará nunca) de explicar cuáles son esas condiciones. En este país, será muy difícil ya que una huelga de tipo laboral tenga un éxito masivo de participantes. No va a ser más que otra consecuencia del  desmantelamiento de todo lo que suene a colectivo y a defensa de clase. Una muestre más de lo que ya está suponiendo la reforma laboral y el fraccionamiento de cualquier relación entre los que formalicen un contrato. Una evidencia elocuente de cómo estamos dejando en la escala de valores el porvenir colectivo y los derechos entendidos para la comunidad y no para el individuo más espabilado y que mejor se sabe situar. Una pobreza mucho mayor que cualquier otra si se  le da perspectiva al tiempo. Las concentraciones masivas quedarán reducidas para asuntos de tipo emocional manipulados a conveniencia del poder. Alguno ya hasta está convocado; otros se convocan y se cobran cada fin de semana por esos campos de dios.
Pero es que, aparte de esta consideración, ¿por tener mayor o menor éxito de convocatoria se tiene más o menos razón? Qué barbaridad. Al poder siempre le viene muy bien este juego de las cifras. De hecho ya ha jugado varias veces con eso de la “mayoría silenciosa”. Por la misma razón ramplona, mañana convocaré una manifestación para no matar al vecino del quinto y, como nadie me va a acompañar, toda la comunidad, menos yo mismo, es que estará a favor de la muerte de ese vecino, que ni siquiera existe. Será la mayoría silenciosa. Qué tontos, qué imbéciles, qué torpes.
Hoy, como ya ha sucedido otras veces, ha salido mucha gente a la calle para protestar, en muy diversas maneras, con muy diferentes formas, con desiguales intensidades, contra la nueva ley de educación. Lo que hay que considerar es el fondo y no las formas inmediatas; son los conceptos básicos y no las últimas consideraciones de no se sabe qué artículos; el espíritu que anima tal normativa y no el elemento más específico.
A mí -ya lo he manifestado muchas veces- no me gustan las huelgas y me resultan menos costosas las manifestaciones. Acudiré esta tarde otra vez a decir en público que esta ley no me gusta en alguno de sus fundamentos. En ella me encontraré con gente con la que apenas comparto, seguramente, casi nada. Pero seguro que, si nos ponemos a hablar, descubriremos que hay un fondo último en el que estamos de acuerdo. Ese último fondo común es el que hay que preservar y tener en cuenta, el que hay que analizar y defender o denostar.
Como ya he escrito algunas líneas acerca de lo que considero fundamental de cualquier ley de educación, no me extenderé en volver a decir lo mismo, y menos en este formato reducido de una página. Defiendo, frente a lo que oigo a todo el mundo, que se concrete desde una ideología determinada; pero no comparto esa ideología y por eso me manifiesto en contra. Entiendo la ley y el Estado como algo que contribuye al  reparto y la igualdad, y no a la segregación y a la clasificación, sobre todo cuando no se cumple la igualdad de condiciones de partida. Deseo una ley que apoye la racionalidad y no las creencias como base de educación y de comportamiento. Y poco más. Pero es que el desarrollo normativo de estos principios no es precisamente poco.

Todo, o casi todo, lo demás, se puede discutir y acordar. De momento, que sepan que alguien discrepa pacíficamente pero con energía. Y que sepan también que estará dispuesto a defender con la razón el cambio de esos principios siempre que siga creyendo en su bondad.

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