“En España, 20 personas (veinte) poseen la misma
riqueza que el 20% de la población más pobre (cerca de diez millones de
personas).”
“En el mundo, el 1% (uno por ciento) posee la mitad de
la riqueza mundial (la mitad, una de cada dos cosas, uno de cada dos euros o
dólares, o tierras, o fábricas, o…).”
Asustan las cifras y uno no es casi capaz de imaginar
la realidad que representan. De vez en cuando se publican y nos asustan por un
rato; después, al cabo de unas cuantas imágenes diferentes, ponemos tierra de
por medio, nos acomodamos a nosotros mismos y a nuestras necesidades egoístas,
y a esperar el próximo arreón que nos conmueva otro poquito.
Y tal vez lo peor de todo es que la tendencia a la
concentración y al permiso para que eso se produzca se acentúa con el paso del
tiempo.
Apuntaré en esbozo tres variables que me llaman
poderosamente la atención.
La primera tiene que ver con los niveles en los que
realmente nos sentimos aludidos. Solo parece que nos asustan las cifras enormes
que abarcan a todo el mundo o a naciones, y no nos damos cuenta de que las
desigualdades se producen de la misma manera a nuestro lado, entre las personas
que vemos por la calle y que se mueven en unas perspectivas vitales diferentes
a las nuestras, siendo así que prestan esfuerzos parecidos. Sería muy positivo
que analizáramos la realidad más próxima y que extrajéramos consecuencias.
Porque estas cifras mundiales no son más que la consecuencia de la suma de
estas otras más pequeñas y locales.
La segunda variable me lleva a pensar en las derivadas
de esos números tan escandalosos. Si pensara que no aspiro a grandes cosas y
que, por ello, no necesito casi dinero, me estaría perdiendo lo más importante
de todo este asunto. Siendo el dinero fundamental, lo es mucho más la
concentración de poder y de influencia que atesoran tan pocas personas. Nunca
agotarán en su vida tanto dinero ni en caprichos ni en fiestas ni en viajes. Lo
que realmente importa es la influencia que ejercen sobre Gobiernos, países,
comunidades, empresas y personas en general. Nuestras vidas están empujadas y
casi conformadas, si no nos protegemos con corazas de hierro, por las
publicidades que ellos crean, por la escala de valores que imponen y por las
decisiones, casi siempre caprichosas y egoístas, que toman. Y, de nuevo, sería
fundamental entender que esto tiene terminales en la vida concreta de todo hijo
de vecino, y no solo en las noticias de
los bancos y de las bolsas.
La tercera apunta a las personas que individualmente
se sienten impotentes ante esa avalancha de poder y de influencias que se le
viene encima. Unas veces la impotencia se torna en silencio y en huida, otras
en grito y otras en acción concreta y cercana. Cada cual sabrá la que tiene que
adoptar, como defensa personal, o como intento de modificar la situación o el
status quo. Cualquiera menos el seguimiento borreguil y el aplauso del esclavo
agradecido porque con ellos no hacemos otra cosa que contribuir al aumento de
esa concentración de poderes, al hurto de nuestra libertad y a la anulación del
valor de cada persona como tal. Cuando se salga a la calle, si es que se sale,
habrá que apuntar contra los poderosos, pero habrá que apuntar también contra
los que compran libros de Belén Esteban o se pulen los ahorros en entradas de
fútbol sin leer un libro nunca y sin organizar un pensamiento de vez en cuando.
Yo estoy hasta el cogote de oír defender al pueblo genérico sin exigirle
también su participación y su pensamiento, sin recordarle que los derechos son
correlativos de los deberes; y, si no, en coherencia y por honradez, hay que
someterse a las consecuencias.
Son solo tres variables y consideraciones desde las
cifras escandalosas de la descripción del principio. Hay muchas más que se
pueden arrimar.
Me parece que, en el fondo, todas apuntan al sistema,
a la organización social, moral y política que nos damos y que no corregimos o
cambiamos por pereza o por cobardía. Y es que queremos repicar y andar en la
procesión. Y esto todavía no se ha inventado. Estamos tan a gustito en el
sistema cuando nos aprovechamos de él, lo criticamos cuando nos va peor, y,
como mucho, queremos modificarlo solo para ver si de nuevo nos va a nosotros
otra vez bien, aunque el de al lado ande fastidiado. Y así no, coño, así no.
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