Cuando los alumnos empiezan a
escudriñar su propio idioma, un poco después de conocer la descripción de los
primeros rudimentos, se les suele enseñar la diferencia entre lo que llamamos
estilo directo y estilo indirecto. La práctica repetida de la conversión de un
párrafo de un estilo en otro suele servir para que entiendan la diferencia
cuando hablan, cuando leen y cuando escriben. Más tarde, si a alguno le da por
ponerse a crear algún párrafo o algún texto más extenso, su uso puede ser
indistinto pero bien diferenciado.
Ando en la lectura de una extensa
novela de Víctor Chamorro, titulada “Los Alumbrados”, que me deja perplejo
porque no utiliza ni un estilo ni otro sino la
mezcla de ambos. Y no lo hace ni por descuido ni en ocasiones aisladas,
sino durante toda la novela: 536 páginas.
No puedo pensar que no conoce lo
que está haciendo y solo lo puedo considerar como un rasgo de estilo. Pero me
quedo como de un aire pues, o nunca lo había visto, o nunca lo había advertido.
Los ejemplos en una novela tan larga son centenares. Este es uno de ellos,
tomado al azar
Habla el narrador y nos da cuenta
de lo que sucede entre el provincial de una orden religiosa y fray Alonso, el
protagonista de la obra:
“Fray Alonso esbozó un gesto de
extraña mansedumbre e inclinó la cabeza. El Provincial murmuró que
me vais a hacer perder los estribos de la paciencia y acariciando
la mesa pontificó que, cual se precisaba en la presente constitución de
Capítulo, los súbditos de la Provincia le habían de tributar el mismo respeto
que al Maestro General de la Orden”.
Interesa aquí lo destacado, que,
según fácilmente entenderá cualquier usuario de la lengua española, debería
venir de la siguiente manera:
Estilo directo: …murmuró: Me
vais a hacer perder los estribos de la paciencia.
Estilo indirecto: …murmuro que
le iba a hacer perder los estribos de la paciencia.
Toda la novela está trazada con
este cruce de estilos que ni complace a uno ni deja en buen lugar al otro.
Nunca lo había visto, o nunca había reparado en tal rasgo. Añadiré además que
no me gusta como expresión de estilo, si es que obedece a tal.
Me gustaría saber qué diría el
autor a este reparo. Acaso tiene alguna explicación más sencilla y que a mí se
me escapa. Acaso. Mejor sería eso que no un déficit demasiado evidente.
Anoto esta advertencia tal vez
por deformación profesional. A su lado se posan otras consideraciones formales que dejo en el
olvido.
Pero no me resisto a apuntar la
sensación que me produce el contenido: algo así como una sala de espejos
cóncavos que se asoman, a través de un monje predicador, al mundo de los
quietistas, iluminados, alumbrados y demás sectas o variantes religiosas de los
siglos XVI y XVII, variantes de la religión “ortodoxa” y laminadas a sangre y
fuego por el poder visible de la jerarquía y de la inquisición. Qué poder tan
absoluto con la espada del miedo, qué escala de valores desde el terror, el
pánico, el pavor, los recelos, las desconfianzas, las sorpresas, el espanto… Y
siempre con el palo de un dios justiciero y un infierno a la vuelta de la
esquina. Pobrecitos los indefensos, que eran casi todos, en lo económico, en lo
social, en lo cultural y en lo religioso. Y qué cantidad de injusticia, de
desórdenes, de exageraciones, de crímenes, de deshonras, de atropellos, en
nombre de la religión y de los iluminados y salvadores interesados… Qué
panorama tan desolador el de la Historia, el de todas estas historias.
Convendría saber cuántos
iluminados quedan por ahí, cuántos alumbrados, cuántos dogmatizados y cuántos
idiotizados por elementos que deshumanizan y que, al menor descuido, convierten
la capacidad racional del ser humano en carne de cañón de todo lo escondido y
misterioso. Y convendría conocer bajo qué disfraz se esconden esos poderes en
nuestros días. Tal vez los tengamos todos más cerca de lo que suponemos.
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