De cualquier competición
deportiva casi lo único que permanece es la clasificación, de tal manera que lo
más importante es ganar y colocarse en lo más alto del cuenteo. El que gana es
señalado; el que no es condenado al olvido. Uno tiene la impresión de que esta
manera de cuadricular la vida y de jerarquizarla por ganadores, ases y
campeones se ha extendido a casi cualquier faceta. Pero esto es lo que sucede a
la luz de los focos, en la pasarela de la publicidad y en el caos y la
confusión en que parece que ha desembocado todo esto que aparece y desaparece a
nuestro alrededor.
Hay sin embargo aspectos que no
se dejan cuadricular tan fácilmente y que acaso tampoco nos interese
cuadricular de esa manera. En el mundo de la ciencia, por ejemplo, no hay
campeones absolutos ni ganadores de ninguna liga, como mucho seleccionamos a
algún científico entre los muy buenos, sin saber nunca cuántos ni cuáles
compondrían el equipo ideal.
Lo mismo ocurre en el campo de la
filosofía. Cualquier interesado en este campo del pensamiento defenderá que
Kant es uno de los principales filósofos de la Historia. ¿El mejor? Eso es
mucho decir. Pero extraordinario, sin duda. Él fue capaz de romper la dicotomía
entre la línea más empirista de Bacon y la más idealista de Descartes, Espinoza
o Leibniz.; el creó toda una teoría original buscando los límites de la razón y
los límites la actuación humana; la filosofía es más moderna y más filosofía
desde sus trabajos y aportaciones…; un verdadero gigante del pensamiento
humano. Nadie duda de ello, pero nadie le proclama vencedor de nada si no es
vencedor contra la estulticia y contra muchísimos prejuicios e imposiciones
irracionales.
Por si fuera poco, el filósofo de
Konigsberg lo tiene muy fastidiado para entrar a formar parte de una lista de
campeones que venda productos o camisetas. Cuentan sus biógrafos algunas de sus
manías y costumbres y, claro, así no hay manera de comerse un rosco: “Llegó a
dominar los padecimientos de la gota eligiendo un asunto cualquiera de
reflexión que seguía hasta que era sorprendido por el sueño; respiraba con los
labios cerrados todo lo posible; solía pasearse solo a fin de que no le
obligase a hablar la compañía de otro, y de que por la conversación tuviera que
respirar con los labios abiertos; cuando trabajaba en su gabinete tenía la
costumbre de colocar su pañuelo en una silla muy distante de él, para
levantarse cada vez que le fuera necesario y no permanecer demasiado tiempo
inmóvil; se había convertido en su propio médico e independizado de la medicina
profesional; era puntualísimo en sus paseos diarios; dormía las mismas horas
siempre…” Se cuentan muchas más costumbres que dejan en el lector un poso de
extrañeza y de rechazo, si no es de compasión o de conmiseración con la
persona. ¿Cómo podía ser tan “talibán” una persona tan inteligente y que tanto
aportó al pensamiento humano? Enseguida surge el tópico del sabio trastocado y
perdido en nuestra imaginación.
Y no es el caso; o al menos no lo
es del todo. En realidad Kant trataba de llevar a su vida aquello que había
deducido como conclusión de sus teorías; esto no era otra cosa que no hacer nada contrario a su fin. Si se quiere expresar
con palabras más sencillas, entender que todas las cosas tienen unas formas y
unos fines, que todo tiene un sentido y sus actuaciones deben atenerse a esos
fines. El desarrollo de sus principales pensamientos se halla en sus obras
cimeras Crítica de la razón pura,
Crítica de la razón práctica, y Crítica del juicio.
Imagino es estas tarde calurosas
de agosto al filósofo tratando de ajustar obras a fines y buscando las causas y
las consecuencia de los pormenores de la vida. Imagino, o más bien veo, las
actividades febriles y alocadas de veraneantes, ociosos, colgados o serenos,
viajantes o playeros… y se me caen los palos del sombrajo. No sé qué pensaría
el filósofo ante tanta falta de juicio, ante tanto barullo y ante este caos
casi eterno y espacial. Qué contrates, qué choques de vidas, qué escalas de
valores tan distintas y tan distantes.
Ah, para más inri de veraneantes
y playeros, Immanuel Kant nunca viajó fuera de su provincia natal. Pero, eso
sí, construyó una torre de pensamiento que hizo bajar los cielos a la tierra y
elevó el suelo hasta tocar el cielo.
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