domingo, 10 de agosto de 2014

LOS VERANEOS DE KANT



De cualquier competición deportiva casi lo único que permanece es la clasificación, de tal manera que lo más importante es ganar y colocarse en lo más alto del cuenteo. El que gana es señalado; el que no es condenado al olvido. Uno tiene la impresión de que esta manera de cuadricular la vida y de jerarquizarla por ganadores, ases y campeones se ha extendido a casi cualquier faceta. Pero esto es lo que sucede a la luz de los focos, en la pasarela de la publicidad y en el caos y la confusión en que parece que ha desembocado todo esto que aparece y desaparece a nuestro alrededor.
Hay sin embargo aspectos que no se dejan cuadricular tan fácilmente y que acaso tampoco nos interese cuadricular de esa manera. En el mundo de la ciencia, por ejemplo, no hay campeones absolutos ni ganadores de ninguna liga, como mucho seleccionamos a algún científico entre los muy buenos, sin saber nunca cuántos ni cuáles compondrían el equipo ideal.
Lo mismo ocurre en el campo de la filosofía. Cualquier interesado en este campo del pensamiento defenderá que Kant es uno de los principales filósofos de la Historia. ¿El mejor? Eso es mucho decir. Pero extraordinario, sin duda. Él fue capaz de romper la dicotomía entre la línea más empirista de Bacon y la más idealista de Descartes, Espinoza o Leibniz.; el creó toda una teoría original buscando los límites de la razón y los límites la actuación humana; la filosofía es más moderna y más filosofía desde sus trabajos y aportaciones…; un verdadero gigante del pensamiento humano. Nadie duda de ello, pero nadie le proclama vencedor de nada si no es vencedor contra la estulticia y contra muchísimos prejuicios e imposiciones irracionales.
Por si fuera poco, el filósofo de Konigsberg lo tiene muy fastidiado para entrar a formar parte de una lista de campeones que venda productos o camisetas. Cuentan sus biógrafos algunas de sus manías y costumbres y, claro, así no hay manera de comerse un rosco: “Llegó a dominar los padecimientos de la gota eligiendo un asunto cualquiera de reflexión que seguía hasta que era sorprendido por el sueño; respiraba con los labios cerrados todo lo posible; solía pasearse solo a fin de que no le obligase a hablar la compañía de otro, y de que por la conversación tuviera que respirar con los labios abiertos; cuando trabajaba en su gabinete tenía la costumbre de colocar su pañuelo en una silla muy distante de él, para levantarse cada vez que le fuera necesario y no permanecer demasiado tiempo inmóvil; se había convertido en su propio médico e independizado de la medicina profesional; era puntualísimo en sus paseos diarios; dormía las mismas horas siempre…” Se cuentan muchas más costumbres que dejan en el lector un poso de extrañeza y de rechazo, si no es de compasión o de conmiseración con la persona. ¿Cómo podía ser tan “talibán” una persona tan inteligente y que tanto aportó al pensamiento humano? Enseguida surge el tópico del sabio trastocado y perdido en nuestra imaginación.
Y no es el caso; o al menos no lo es del todo. En realidad Kant trataba de llevar a su vida aquello que había deducido como conclusión de sus teorías; esto no era otra cosa que no hacer nada contrario a su fin. Si se quiere expresar con palabras más sencillas, entender que todas las cosas tienen unas formas y unos fines, que todo tiene un sentido y sus actuaciones deben atenerse a esos fines. El desarrollo de sus principales pensamientos se halla en sus obras cimeras Crítica de la razón pura, Crítica de la razón práctica, y Crítica del juicio.
Imagino es estas tarde calurosas de agosto al filósofo tratando de ajustar obras a fines y buscando las causas y las consecuencia de los pormenores de la vida. Imagino, o más bien veo, las actividades febriles y alocadas de veraneantes, ociosos, colgados o serenos, viajantes o playeros… y se me caen los palos del sombrajo. No sé qué pensaría el filósofo ante tanta falta de juicio, ante tanto barullo y ante este caos casi eterno y espacial. Qué contrates, qué choques de vidas, qué escalas de valores tan distintas y tan distantes.

Ah, para más inri de veraneantes y playeros, Immanuel Kant nunca viajó fuera de su provincia natal. Pero, eso sí, construyó una torre de pensamiento que hizo bajar los cielos a la tierra y elevó el suelo hasta tocar el cielo.

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