Regreso una vez más feliz y satisfecho
de pasar el día en Ávila con mi familia. Hoy me acojo a la ayuda que me presta
el texto de David Torres. Lo he mencionado en esta ventana alguna vez más. Me
gusta su estilo, aunque me sobran sus referencias continuas al cine en sus
artículos. Suscribo sus palabras y la carga de intención que guardan acerca de
la situación en África y de la consideración que de ella se hace en occidente.
“El célebre combate entre Alí y Foreman
en Kinshasa no fue sólo un hito del deporte y un acontecimiento musical de
primer orden sino también un estreno absoluto en la historia del periodismo:
quizá la primera vez que el continente negro era noticia por algo bueno, no por
una guerra, una hambruna, una matanza o cualquier otra desgracia. Tenía mérito
además porque el Zaire, como se llamaba el país por aquel entonces, estaba
gobernado por una especie de gángster asesino llamado Mobutu del que se decía
que antes de que perdiese su costumbre de robar sería más fácil que los
leopardos perdiesen las manchas. Por otra parte, salvo unas pocas y gloriosas
excepciones como Mandela o Lumumba, la historia del continente entero aparece
mordisqueada de arriba abajo por una jauría de tiranos carniceros absolutamente
inverosímiles, gente que parecen personajes descartados en una novela de García
Márquez y que Albert Sanchez Piñol recopiló en un libro fastuoso y
sanguinario: Payasos y monstruos.
De niño recuerdo las noticias con las
que el telediario ilustraba puntualmente la información sobre cualquier punto
del continente: niños escuálidos cubiertos de moscas, masacres a tiro limpio,
mujeres demacradas, ancianos tristísimos. Había una profunda disonancia entre
los libros que yo leía entonces sobre África (tebeos de Tarzán, novelas de
aventuras, relatos de viajes) y los desiertos de miseria y de hambre con que la
televisión nos amargaba el almuerzo. Todavía no había leído a Conrad, ni entendido
el voraz alcance del término “colonialismo”, ni siquiera había caído en la
cuenta de que Tarzán era blanco, guapo y fuerte, y sus amigos negros, flacos,
sumisos e ingenuos, unos pobres secundarios que generalmente acababan de tapa
para cocodrilos o se despeñaban discretamente por un barranco.
Cuando veíamos esas noticias inútiles y
terribles (la preciosa niña de color chocolate con las mejillas arrasadas de
lágrimas a la que una corona de moscas rondaba en círculos como miniaturas de
buitres), mi madre aprovechaba para decirle a mi hermano: “Comételo todo, mira
el hambre que están pasando esos críos”. Pero ni mi hermano ni yo entendíamos
el mecanismo de la transustanciación, ese milagro digestivo por el cual una
cucharada de sopa y un trozo de filete iban a desembocar en el estómago de una
niña famélica en Biafra. Ese chantaje alimenticio no era muy distinto a la
indignación de doce segundos (que es lo que suele durar la indignación por una
hambruna o una guerra remota justo antes de que salga el torso de centurión de
Cristiano Ronaldo) o a esos samaritanos sms con los que Bono
interrumpía un concierto de U2 para barnizar su conciencia antes de la ducha y
la ensalada.
Estos días África asoma en los
telediarios con una epidemia de ébola, más de setecientos muertos y un virus
letal que puede saltar a Europa cualquier día de estos. Qué miedo, tú. Por lo
que no hay preocupación ninguna es por la hambruna que está matando a docenas
de miles de personas en Sudán del Sur: este verano hay demasiada competencia
funeraria en Gaza, en Siria, en Ucrania, como para perder un minuto de
telediario o una hoja de periódico en una tragedia repetida y puntual como la
Semana Santa. Además, elegir entre el ébola en Guinea Conakry y el hambre en
Sudán es como elegir entre susto y muerte. En África el periodismo feliz nació
en Kinshasa en un combate de boxeo por el cetro mundial de los pesados y murió
en Johannesburgo con un encuentro de rugby entre los All Blacks y los
Springboks. Rebañemos bien el plato, que hay mucha gente pasando hambre”.
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