Las distancias no solo se marcan
en metros ni en millas, también se acumulan en días y en años. El espacio y el
tiempo se confunden sin solución de continuidad y ponen marco al paso del ser
humano por la vida. Este no hace más que situar mojones de referencia para
encajar sus actos, sus alegrías y sus penas, sus pequeños éxitos y sus
fracasos, sus amores y sus desamores…, el carrusel de cuentas que forman su
memoria.
El día marcaba las últimas
cuestas del mes de julio y había amanecido fresco, como dando una tregua a los
calores del estío. En Salamanca el termómetro apenas marcaba dieciocho grados a
las once de la mañana: qué extraño para una ciudad que se derrite con los
calores del verano y que se encoge con las nieblas y el frío del invierno.
Pero el destino era otro y el día
serenaba e iba templando el ambiente hasta dejarlo claro y caluroso. Pronto
eran veinte grados, y veintidós, y veinticuatro. La carretera no se aparta
nunca del río camino de Ledesma. Parece como si, sobre todo en estos meses de
calor, tuviera siempre sed y le pidiera agua. Y riega el agua las orillas y la
ribera en sus maizales, dejando una mancha verde y fresca. Al otro lado de la
carretera, el secano y los trigales amarillos, vencidos por la fuerza del sol y
por los días largos, esos trigales que otros días fueron segados a mano por
gentes de la sierra, bajo el sombrero de paja y el sudor eterno.
Lo primero que se descubre de
Ledesma es la torre de su iglesia. Como sucede en casi todos los lugares; es la
enseña de fe y de fortaleza, era el eje de todos los oficios, de todas las
llamadas, de todos los misterios.
Asunción es una de mis hermanas
y, desde hace algunos años, tiene la feliz idea de convocarnos a los hermanos a
pasar un día con ella y su familia en una finca próxima a Ledesma. Somos muchos
hermanos y resulta casi imposible que nos reunamos todos: las edades, las
ocupaciones, las familias… Pero, como no hay mal que por bien no venga, cuando
las reuniones son espaciadas, todo parece que se vive con más empeño y ganas.
La vida lleva a cada uno a su antojo por diversos caminos y el día que nos pone
juntos resulta un día de fiesta y de alegría. Siempre hay alguien que muñe
felizmente para que el pan sea sano. En este caso es Fide la que llama,
rellama, soluciona pequeños inconvenientes y termina juntándonos a todos.
Asunción, Leopoldo y Paco le ponen la guindilla y el organigrama de la reunión.
Pero antes de comer hay que
cumplir un rito. Los abuelos paternos descansan solitarios en un pequeño
cementerio anclado en una finca cerca de Villaseco, en Mazán. Allí, junto a la
ribera y lejos de cualquier ruido y presencia humana, se creó hace ya muchos
años un cementerio minúsculo en el que apenas caben unas cuantas tumbas, las
necesarias para las escasas familias que trabajaban y bregaban en la amplia finca,
las que sudaban para el amo y andaban sometidos como santos inocentes
verdaderos y reales.
El desvío de la carretera pasa
desapercibido para quien no conoce el lugar. Un camino muy estrecho conduce
lentamente hasta unas casas derruidas y comidas por la maleza. Son los restos
solitarios del pequeño poblado de Mazán. Algunas paredes conservan la memoria
de lo que pudo ser hace muchos años. Desde allí hasta el cementerio no hay ni
siquiera un simple camino que indique la senda; hay que caminar por entre las hierbas resecas, haciendo camino físico al andar.
Pero llegamos hasta el sitio
convenido. Allí, junto a los restos húmedos de una ribera humilde, que apenas
conserva un hilo de agua, a la sombra de una encina que cubre con su ramaje la
mitad del lugar, se esconde el cementerio. Qué soledad aquella, qué densidad,
qué cerca de la nada, qué olvido, qué abandono, qué ruptura del tiempo, qué
silencio… Apenas un cuadrado de unos cuatro metros de lado para guardar los
restos de mis abuelos paternos, de mis abuelos a los que nunca conocí porque la
línea del tiempo no lo quiso pero que vine a conocer en su reposo eterno
muchísimo más tarde. Al amparo del muro, que alguien ha remozado no hace
demasiados años, reposan los restos, los recuerdos, la vida y el olvido de los
abuelos paternos. Una pequeña estela conserva grabados sus nombres y evoca su
recuerdo.
En la parte alta, una cruz; a la derecha, las
iniciales del descanso D. E. P.; y debajo, sus nombres:
JUAN GUTIÉRREZ GARZÓN
MARIANA DOMÍNGUEZ GARCÍA
Y SUS FAMILIARES.
No hay familiares enterrados en
su sepultura, o al menos se me borra en la memoria tal posibilidad; pero en esa
hora estábamos allí cumpliendo los deseos de romper el tiempo, de contraer las
horas y los años y de juntar las vidas de ese eslabón casi perdido en aquel
lugar tan solitario.
El sol caía con acto de justicia
e iluminaba todo. Cerca pastaba una manada de vacas, sorprendidas por nuestra
presencia, por nuestras palabras y por los ruidos que creábamos al limpiar el
lugar de los caprichos de la naturaleza.
Mientras adecentábamos el lugar,
mi mente se alejó en el tiempo e hizo visible la afirmación del poeta: “!Dios
mío, qué solos se quedan los muertos!”. Y el tiempo se encogió por un momento,
y vi a mis padres y a mis abuelos correr por aquellos prados, y los besé en
silencio con un abrazo fuerte, y les agradecí el don de la vida y el haber sido
mi eslabón trabado en la cadena del tiempo.
Por el mismo sendero volvimos al
caserío y, por el aire, yo oía sus voces, y veía sus juegos, y sentía sus
sudores… Pero, a medida que nos alejábamos del paraje, cada vez oía con más
fuerza la certeza: “!Dios mío, qué solos se quedan los muertos!”.
Después ya todo fue celebración,
y fueron risas, y juegos y canciones (muchas desafinadas), y fue charla de
hermanos, y fueron Paco y Asunción, y Leopoldo y Pilar, y Fide y Pedro, y Ramoni y sus Julianes, y
Andrés y Felisa, y Nena con su ciática, y Rosalía, ya tan madura aunque tan
joven, con sus tres preciosos niños: Sofía, Alejandro y Diego… Y yo mismo que fui uno más contento y
satisfecho, al amor y al afecto de mi
familia. De la presente, de la ausente, de la pasada y de toda la que está por
venir, alguna ya tan próxima en el tiempo.
La tarde se hizo noche, la noche
se asomó con una brisa leve, y el cielo de Ledesma parecía contento. Tal vez
por ver que nosotros estábamos contentos. Y porque, para el cielo, los lugares
se juntan aunque parezcan lejanos y solitarios.
Hay que romper el tiempo y hacer
menos doliente la exclamación aquella: “!Dios mío, qué solos se quedan los
muertos!”.
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