“…el cual, entre compasiones y
lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se
murió”. Quijote 2, LXXIV.
No sé si estas palabras las
debo dirigir a don Quijote o a Alonso Quijano, porque, en realidad, no sé si me
ha muerto el primero o se me ha despedido para siempre el segundo. Por eso, el
cartero decidirá cuando lleve estas letras a ese lugar indefinido de la Mancha.
Para mí todo es duda y
desasosiego porque tampoco sé si me dirijo a un hidalgo o a un caballero.
Porque, si caballero fue, nació de hidalgo; y, si ejerció de caballero, su
aparente cordura lo redujo a hidalgo para dejarse morir en los brazos de la
realidad más inmediata.
¿Realidad? ¿En verdad
realidad? Tampoco sé si la realidad es la del hidalgo Alonso Quijano o la del
caballero Don Quijote. Porque si he de elegir, yo no quiero Quijanos sino
Quijotes; me incitan caballeros con sus ideales siempre a cuestas, desocupados
y despreocupados de cualquier otra lindeza de esas que el diario presenta en
cada esquina. Para eso ya tenemos a Sancho. Y qué bien que se va puliendo con
el roce del caballero, hasta convertirse en un Quijosancho.
¿Por qué se muere usted, por
tanto, Don Quijote? Si, por más que se empeñen Cide Amete o ese tal Cervantes,
le han de salir a usted discípulos y admiradores por todo el horizonte de los
siglos. Quédese Alonso Quijano en su sepultura y requiescat in pace, pero viva
Don Quijote por los siglos de los siglos.
La obra de la que Don Quijote
y Sancho son protagonistas es obra de hombres libres y nada podrá sepultarlos del
todo pues ni la muerte ha de poder con tanto deseo de bien ni con tanta
simpleza bien compuesta. Todo lo demás que aparece en la inmortal historia está
sujeto a normas y a costumbres, todo es esclavo de los hilos de la realidad más
inmediata. Solos Don Quijote y Sancho andan cosidos, pero a la libertad de la
imaginación, al consuelo de la ilusión y a la amargura del contraste con el
resto de personas.
Y, si Don Quijote se aquietó
un poco de sus imaginaciones a medida que la historia discurría, bien se encargó
Sancho de buscar compensación con su discurrir imaginativo, con su baúl de
refranes y con sus entradas a tiempo y a destiempo adonde lo llamaban y adonde
no estaba convidado.
¿Cómo puede morirse Don
Quijote el caballero? ¿A qué caballeros sacamos con estos calores por las
calles? Hogaño todo anda pegado y cosido al interés y a la fama facilona y engañosa.
Los caballos en los que montan estos fingidos caballeros son de acero y no
sufren desgracias como el suyo, que debió de morir de pena en cuanto le llegó
noticia de su fallecimiento.
No, no se muera, Don Quijote,
no abandone las ansias ni los buenos deseos. Hay mucho tuerto que desfacer y
mucha conciencia que acordar. Nadie tiene el espíritu preparado como usted.
Si no tengo noticias de su
resurgimiento, pienso yo también enterrar la obra en lo más apartado de mis
aposentos y no volver a ella hasta que no pase un largo periodo de tiempo,
Aunque sospecho que no ha de ser verdad pues ya la costumbre me mata y me lleva
de la mano a ella casi sin darme cuenta y sin que lo aconseje ninguna ocasión
especial.
Me quedo con las ansias de
mandar carta a cada uno de los personajes que han caminado junto al caballero y
el escudero en la obra, pero no sé si mi caletre, mis fuerzas y estos calores
que me asedian lo permitirán. Tal vez esto sea sembrar cotufas en el golfo y
pensar en lo excusado. En fin, Dios proveerá. Porque amanecerá Dios y
medraremos.
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