Como cada
verano, los calores me aquietan y me achican, me encierran, me acobardan. Aun
así, sigo saliendo al campo con frecuencia, a ensanchar mis pulmones y a soltar
la lengua.
Pero en estas
semanas me cuesta mucho más subir a la montaña. Sé que, al menos una vez, tengo
que ir a ver cara a cara las lagunas de esta sierra de Béjar, que, no sé por qué
capricho, miran hacia la vertiente abulense de la misma, como si quisieran
asegurar el agua a los riachuelos que desde allí se asomarán al Tormes en Barco
de Ávila. También tengo que ir al menos una vez hasta las cumbres de Gredos, en
cuanto aflojen un poco estos rayos solares que no cejan en su empeño de alumbrarlo
todo y de no dar ni un respiro.
En la cumbre,
el ser humano es más alto y todo se mira desde otro ángulo distinto. La
inmensidad del cielo está más cerca y ya parece darse a manos llenas. Todo
queda lejano allá en el valle, perdido y aun confuso, con todas sus variables
confundidas y puestas en descanso, como de vacaciones o de año en blanco. Las
otras dimensiones se hacen más reales: el viento, las nubes, el sol, el
horizonte, el escondite azul de las estrellas, el cielo en su conjunto, con el
silencio siempre y esas voces en eco de uno mismo.
En realidad,
el ser humano no es más alto allá en la cima; simplemente está más alto, está
en aquel lugar de privilegio, tan alto como el monte, de cara al horizonte,
mirando muy de frente lo más hondo e interior de todo lo que existe. Y todo lo
demás en perspectiva descendente, monte abajo hasta el valle y el fondo de
llanura allá a lo lejos. Alguien ha puesto allí aquel altar gigante para que
cada uno ejerza de oficiante a su manera; y todo está a los pies, como rezando,
mirándonos gigantes en el cielo, más allá de los cauces naturales. Somos cima y
corona, altura y sentimiento. Todo se nos convierte en fuerza y viento, en paz
y calma, en grandeza y altura. Lo demás, a los pies. La vida de diario en el
descenso. La otra vida más alta en ángulo ascendente.
Para el
acontecer de cada día, no es fácil decidir si estar arriba supone una ventaja o
suma un sacrificio. Porque hay que volver a ras de tierra cuando la luz se
marche a su descanso. Aquí el roce es más suave, tal vez porque se vive con
menos elementos; allí abajo, al contrario, todo es complicación, desgaste y
concesión. Pero ¿y las otras cosas? ¿Y si se enfada el trueno, y el relámpago
se suma a la presencia? ¿Y si nos toma el frío o la nieve nos llama a una
tormenta?
No sé. Tengo
para mí que todos estos elementos de la naturaleza se han de portar muy bien
con el que suba a verlos venir antes que los otros, a darles con placer la
bienvenida en el medio camino entre el cielo y la tierra.
Hay que subir
arriba hasta hacer cima, a dorarse de sol o de tormenta, a medir las distancias
cara al cielo y a sentirse pequeño en lo más grande, a escucharse en lo ecos de
uno mismo, a descubrir el vértigo del tiempo, a perderse por un rato sin hitos
y sin dependencias. Es otra realidad, es otra historia, son otras dimensiones,
otras voces. Y yo tengo que oírlas.
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