lunes, 27 de julio de 2015

Y YO TENGO QUE OÍRLAS


Como cada verano, los calores me aquietan y me achican, me encierran, me acobardan. Aun así, sigo saliendo al campo con frecuencia, a ensanchar mis pulmones y a soltar la lengua.
Pero en estas semanas me cuesta mucho más subir a la montaña. Sé que, al menos una vez, tengo que ir a ver cara a cara las lagunas de esta sierra de Béjar, que, no sé por qué capricho, miran hacia la vertiente abulense de la misma, como si quisieran asegurar el agua a los riachuelos que desde allí se asomarán al Tormes en Barco de Ávila. También tengo que ir al menos una vez hasta las cumbres de Gredos, en cuanto aflojen un poco estos rayos solares que no cejan en su empeño de alumbrarlo todo y de no dar ni un respiro.
En la cumbre, el ser humano es más alto y todo se mira desde otro ángulo distinto. La inmensidad del cielo está más cerca y ya parece darse a manos llenas. Todo queda lejano allá en el valle, perdido y aun confuso, con todas sus variables confundidas y puestas en descanso, como de vacaciones o de año en blanco. Las otras dimensiones se hacen más reales: el viento, las nubes, el sol, el horizonte, el escondite azul de las estrellas, el cielo en su conjunto, con el silencio siempre y esas voces en eco de uno mismo.
En realidad, el ser humano no es más alto allá en la cima; simplemente está más alto, está en aquel lugar de privilegio, tan alto como el monte, de cara al horizonte, mirando muy de frente lo más hondo e interior de todo lo que existe. Y todo lo demás en perspectiva descendente, monte abajo hasta el valle y el fondo de llanura allá a lo lejos. Alguien ha puesto allí aquel altar gigante para que cada uno ejerza de oficiante a su manera; y todo está a los pies, como rezando, mirándonos gigantes en el cielo, más allá de los cauces naturales. Somos cima y corona, altura y sentimiento. Todo se nos convierte en fuerza y viento, en paz y calma, en grandeza y altura. Lo demás, a los pies. La vida de diario en el descenso. La otra vida más alta en ángulo ascendente.
Para el acontecer de cada día, no es fácil decidir si estar arriba supone una ventaja o suma un sacrificio. Porque hay que volver a ras de tierra cuando la luz se marche a su descanso. Aquí el roce es más suave, tal vez porque se vive con menos elementos; allí abajo, al contrario, todo es complicación, desgaste y concesión. Pero ¿y las otras cosas? ¿Y si se enfada el trueno, y el relámpago se suma a la presencia? ¿Y si nos toma el frío o la nieve nos llama a una tormenta?
No sé. Tengo para mí que todos estos elementos de la naturaleza se han de portar muy bien con el que suba a verlos venir antes que los otros, a darles con placer la bienvenida en el medio camino entre el cielo y la tierra.

Hay que subir arriba hasta hacer cima, a dorarse de sol o de tormenta, a medir las distancias cara al cielo y a sentirse pequeño en lo más grande, a escucharse en lo ecos de uno mismo, a descubrir el vértigo del tiempo, a perderse por un rato sin hitos y sin dependencias. Es otra realidad, es otra historia, son otras dimensiones, otras voces. Y yo tengo que oírlas. 

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